Por la noche, antes de acostarme, voy a su habitación para verla dormir. Suele tener los brazos abiertos y la cabecita echada a un lado. Respira con tal suavidad que uno, a veces, siente que no lo hace y tengo que tocarla para ver si se mueve un poco.

            Está descansando en la mar de su sueño; en su cabeza se registran los recuerdos, o se alivia algo, o quizá se ordenan pensamientos futuros, tan normales o tan prodigiosos como los de cualquiera. Me quedo callado ante el misterio de nuestra mente. Pero veo su fragilidad y la sencillez de lo que hace y pienso, involuntariamente, “sólo es una niña”. 

            Sólo es una niña pequeña. Y esta idea me inspira compasión y ternura, y siento que la coloca más allá de preocupaciones o violencias. Sólo un bebé; en su cunita, durmiendo, fuera del mundo, ajena al mal todavía, todavía no su víctima. Sólo una niña cuyo cuerpo está indefenso. Y, al mismo tiempo, cuyo cuerpo sólo necesita silencio y oscuridad para ser.

            Pido disculpas por este texto, con sus obviedades. Pero sé que hay algo moral en lo que digo, aunque no sepa explicarlo ni encontrarle una aplicación a mi vida, a nuestras vidas.

Sólo es una niña, la pobre.

 

  

(9 abril 2010)