A menudo como escritora me preguntan si no preferiría crear mis propios personajes desde cero, que su partida de nacimiento indicase “página en blanco”, en vez de Múnich, El Cairo, Málaga o Nueva York. Pero es que la realidad tiene a veces estas combas tentadoras, colgando de entre las rendijas de hechos históricos, como el jugo entre los dedos que sostienen los trozos de sandía.

Elisabeth Nietzsche, la hermana del filósofo, nació en Röcken (Alemania; entonces Prusia) un caluroso día de 1846. Era hija y nieta de pastor evangélico. Llevaba uno de los nombres más comunes entre las princesas alemanas de la época, no en vano su padre había sido tutor de niñas “bien”.

Su hermano mayor era un chico cabezón, de frente cuadrada, muy miope y bueno en todo. Patinaba como ninguno, nadaba fenomenal y, sobre todo, casi no necesitaba estudiar. Devoraba libro tras libro y todo se le quedaba en esa fortaleza cuadrada, bajo un mechón de pelo rebelde apenas tumbado hacia la izquierda.

El hermano pequeño se murió antes de que le salieran los dientes, su padre había fallecido dos años antes; Elisabeth pierde un aliado tras otro. La madre, que tiene que abandonar la casa parroquial, decide que se muden con su suegra y dos cuñadas a otro pueblo. La joven viuda pasa a ser una pieza disecada sobre la deontología de su familia política. En un par de meses, Friedrich entra en un internado por sus habilidades y algún contacto familiar. Elisabeth se queda sola.

“Elisabeth terminó la trenza izquierda frente al espejo. Reconoció los ojos oblicuos, azules, pero le parecieron ajenos los párpados caídos, las manchas, la papada. Todo eso era de su madre.

Se empolvó.

Metió la cruz de hierro por el cuello abotonado y sintió el metal sobre la piel.

Si su hermano estuviera vivo, ¡estaría orgulloso!”

Todo le pica, todo le aprieta, todo le crea llagas bajo las uñas y en la punta de la lengua. Una dama que aspire a biencasarse no puede escribir, ni leer, ni hablar así. Elisabeth toma una clase de caligrafía tras otra. Bordar, dibujar, tocar el piano, eso sí es apropiado. Rezar. Y, sobre todo, aspirar a un segundo plano. Destino e historia.

“Comenzó a fijarse las trenzas tras la nuca. Buscó horquillas en el arca plateada del tocador. Hoy era un día importante, todo tenía que estar en su sitio y fijarse así en la pupila de él. Si finalmente venía. Ni un hilo, ni un mechón, ni una mancha, ni un libro, ni una piedra, ni un charco, ni una silla, ni una cortina, ni un coche, ni un saludo fuera de la línea. El debido orden. El orden merecido por el olimpo de Weimar, con su hermano en el frontispicio.

Vendría.”

Su hermano se convierte en un brillante profesor y le envía cartas y postales desde toda Europa. El universo de Elisabeth se amplía por ósmosis y descubre, afilando la vista entre esas líneas, que en las casas señoriales de verdad hay varias mantelerías. Que hay mujeres que estudian y opinan. Que no tiene por qué aceptar proposiciones de patanes. Friedrich le propone que viva con él en Basilea y lleve sus compromisos como profesor universitario. Elisabeth llega por fin a una ciudad, aunque esté en obras por el alcantarillado contra el cólera o huela a estiércol. Está encantada con la nueva ciencia jovial y no se le ocurre un compañero mejor.

“Buscó las obsidianas que le regaló su marido en Hamburgo, hacía ya cuarenta y siete años, en otro siglo. Tampoco quedaría bien el sello nuevo, la gran ‘N’, con la alianza de oro deformada por el tiempo.

Levantó la tapa interior de terciopelo. El sello cubría la deformación en el dedo causada por el anillo de matrimonio. Hacía tiempo que no se los ponía, pero los pendientes de lágrima de Tribschen, a juego con la gargantilla, también le parecieron correctos. Tardó en encajar el cierre.”

Elisabeth se sube a un globo de aire caliente que le permite viajar por la elite intelectual europea. Se hace amiga de la familia Wagner, empezando como niñera de los hijos (legítimos e ilegítimos) de la pareja más “in” del momento, Richard y Cosima, en su nido de creación en la suiza Tribschen. Ya nunca se va a querer bajar: sortear vacas, viudas o charcos de “¡agua va!” por los caminos, tragar impertinencias sobre sus gafas o su dentadura por parte de madres desesperadas con hijos que la ven como una coneja reproductora. Ya no. Ahora es la única hermana de un semidiós, más allá del bien y del mal.

Pero el semidiós piensa, crea, se enfada, critica. Humano, demasiado humano. Friedrich tira de golpe al suelo las tablas, llenas de principios incoherentes y desfasados, y niega a Dios. A cadenazos, echan del pedestal al anticristo y, traicionado por su propio cuerpo enfermo, rueda escaleras abajo fuera del olimpo, arrastrando a su hermana. Es el ocaso de los ídolos.

Magullado por fuera y endurecido por dentro, Friedrich se enamora durante su destierro social. Rica, formada, con contactos, independiente. Rusa. Guapa, qué narices. Y con mucho amor para repartir. La caída se pronuncia. A él le da igual. A Elisabeth, no.

“Se pasó la mano por las condecoraciones, las propias y las de Friedrich, rectas en la pechera. «Tu hermano, querida amiga, ha demostrado no tener cordura y te toca a ti reconducirlo y devolverlo a su sitio, mi dulce Elisabeth.» La carta estará abajo en el archivo, en la carpeta de la W. «Tu hermano es una sinrazón y lo lamento por ti», había escrito Cosima. Año 1888. ¡Si esa vieja apretada pudiera verla hoy!

Escupió un flemón rojo sobre el periódico. Seguía brotando sangre de la encía. Recordó haber escupido igual sobre la esquela de Cosima.”