Cuatro títulos conforman la obra narrativa de Susana Constante (Buenos Aires, 1944 – Sitges, 1993); si dejamos de lado sus innumerables traducciones, que van de la literatura norteamericana a la poesía francesa, y los innumerables escritos de encargo: nada que sorprenda entre los avatares de una exiliada en busca de la supervivencia. Sus libros, todos ellos escritos en España, son las novelas La educación sentimental de la señorita Sonia, de 1978, con la que obtuvo el primer premio La Sonrisa Vertical de novela erótica de la editorial Tusquets (y que fue reeditada en 2013, con prólogo de Ricardo Piglia, en FCE, Argentina), La creciente, de 1982, y El guardián de Ardis, de 1989. Finalmente su único libro de relatos, Aquí hay muertos, publicado en 1990.
A todos ellos los caracteriza una escritura
despojada, precisa, de altos momentos líricos. Una escritura diáfana, como si
fuera producto de la traducción, de la que se han borrado las marcas
nacionales. Los rastros de su Argentina natal se reducen a alusiones mínimas al
paisaje, la pampa, la selva, y su flora y fauna características. Nunca se
sitúan los relatos en ámbitos reconocibles, claros; a lo sumo se menciona el
campo, el trópico, y algunos nombres: España, Oxford, Gran Bretaña, Europa, el
Danubio, Oriente. Eso sí, aparecen pueblos, estaciones, playas y ciudades sin
identificar. Susana Constante prescinde de las referencias geográficas,
históricas o políticas; asimismo, los nombres propios de sus personajes no
pueden situarse en ningún ámbito geográfico o cultural en particular, y la
mayoría de las veces llegan a rozar lo exótico.
El término «exilio» nunca aparece, ni siquiera se
alude de manera explícita a la traumática experiencia del destierro, que la
autora conoció también en tierras españolas, a partir de 1976. Sin embargo, una
corriente subterránea recorre sus textos, que podría adscribirse a la
experiencia de la emigración forzada. Un sordo dolor los distingue y los
emparenta: todos se encuentran protagonizados por personajes a los que
caracteriza su obstinación, su resistencia en circunstancias límite, sean estas
de postergación, pérdida o separación del cuerpo social.
Pero en estas situaciones tan adversas, lejos de
desestabilizarse o perderse, los protagonistas reafirman su identidad. Se
reconocen a sí mismos. Se erigen y se amurallan. Resisten sin alharacas,
silenciosamente. Y por lo general toman decisiones definitivas. Decisiones que
los alejan del pasado, en su anclaje como memoria, de los ámbitos familiares,
de la acción colectiva y asimismo del ámbito reconocible de las ciudades. Los
personajes de Susana Constante o se alejan de la urbe o asumen su muerte
dignamente, cuando no las dos opciones al mismo tiempo.
Iremos ilustrando esta hipótesis, que quiere ser un
primer acercamiento a la obra de nuestra autora, especialmente con sus cuentos
y también con algunas referencias puntuales a sus novelas.
El relato «Una reina», con el que abre su libro Aquí
hay muertos, puede parecer un título irónico en una lectura superficial,
dado que lo protagoniza una mendiga. Pero creemos que ese título remite al
inalienable poder de decisión de esta mujer, que vive en un basural y rebusca
entre los desechos, por su soberana autonomía y no forzada a ello por las
circunstancias: «... experimento cierta satisfacción aun entonces, cuando
pienso que todo esto, lo que tengo pero sobre todo lo que no tengo, me lo he
buscado, es voluntario. […] No soy víctima de un ciego golpe de mala suerte; no
he pasado por la vida sin conocer […] el deseo irresistible de protestar, de
erigirme en juez de mí misma y el mundo».
Esta mujer se tiene por monarca de su entorno, de su
casa hecha con latas y cartón, de su soledad; sabe que su reino solo puede ser
disputado por las ratas, las que en el futuro se harán con todo el poder sobre
la tierra: «Odio el sentido de solidaridad de las ratas, sus ganas de estar
juntas […]. Su organización social, que no deja lugar para una rata sola, me
parece abominable. Por todas partes se encuentra lo mismo: miedo, pereza, gula,
lujuria ciega, una especie de frenesí colectivo que, supongo, proporciona la
seguridad de compartir con millones una naturaleza, unos vicios, unos deseos y
ciertas aversiones».
El desprecio por ese «sentido de solidaridad» de las
ratas es consustancial a todos los textos de nuestra autora, caracterizados por
un rechazo visceral a la idea de lo colectivo, y a los motores, sean cuales
sean, que aglutinan a los seres vivos, especialmente a las personas. Por
ejemplo, la novela La creciente se inicia con una escena en la que sus
protagonistas, Georgina y el Polaco, se conocen en un bar. Cuando están
conversando acerca de la posibilidad de irse al campo, de pronto las puertas se
abren de par en par, dando paso a «una multitud sudorosa, joven, arrebatada».
Ante el silencio que se instala en el local, «el más entusiasta de los
intrusos, un hombre flaco de boca apretada y ojos como botones», comienza a dar
palmas. Los que lo rodean lo imitan, empiezan a saltar y a gritar: «El que no
salta es un... y, al conjuro de esa orden, de esa suerte de canto triunfal,
persuasivo de lo que contenía de amenaza latente, de brutal francmasonería, los
otros repitieron a coro…».
Pues bien, esta acción de saltar conjuntamente, con
esa cantinela que llama al sentimiento nacionalista de los más jóvenes primero
y luego de todos los parroquianos, los borra en tanto sujetos individualizados,
ya que los anima a actuar como autómatas, llegando a perder sus rasgos humanos:
«... como muñecos mecánicos en perfecto estado de funcionamiento. Pintadas las
brillantes sonrisas en el rostro petrificado por el esfuerzo…».
En esta tesitura de fervor colectivo, nuestros
protagonistas se preguntan qué hacer. Es el Polaco quien toma la iniciativa: «–Saltar,
naturalmente.
»Y comenzaron a saltar como dos
muñecos estrafalarios y algo tensos, con las mejillas iluminadas ahora por un
agudo sentimiento de humillación y las bocas apretadas. Saltaban enfrentados y
se miraban con los ojos muy abiertos, concentrados en el infinito esfuerzo de
no perderse en el aire, de guardar de sí lo que de sí conocían…».
Es decir, ellos dos se suman al grupo, aunque
intentando conservar su identidad individual, para prontamente abandonar el bar
y salir a la calle, donde «la noche se parecía a la misericordia». Pero ahí se
topan con un gran despliegue policial, que cerca los alrededores en silencio. A
lo lejos ven avanzar los camiones y los carros de combate. Georgina le pregunta
al Polaco qué piensa. Y este contesta: «Niña, estos no serán mejores que los
otros. Ahora le toca morir al otro bando. Eso es todo».
Esta reflexión demoledora viene anunciada en el
epígrafe que abre la novela, unos versos pertenecientes a un poema de Mario
Trejo: de dos peligros
debe cuidarse el hombre nuevo:/ de la derecha cuando es diestra/ de la
izquierda cuando es siniestra.
Las palabras del Polaco, y «el acto celebratorio» en
el que acaban de participar, empujan a Georgina a tomar una decisión
definitiva, la de irse al campo, cuando entiende que se han vuelto extraños,
extranjeros en esa ciudad.
El Polaco advierte que: «... el cambio violento
habido en su vida […] lo dejara dispuesto para observarlo todo como un fenómeno
extraordinario, separado del resto con la obsesiva fijeza de un recorte
científico».
La experiencia de retirarse de la gran urbe,
alejarse de la multitud y el barullo, despliega otras posibilidades: «El mundo a
su alrededor parecía levantarse, moverse, dándoles de pronto toda una riqueza
desconocida».
En el caso del cuento «Una reina», los motivos que
la llevan a aislarse entre la basura, son de distinta índole: «... durante años
me esforcé estúpidamente por comprender. Vivía en la convicción de que con
inteligencia y buena voluntad era posible comprender…».
Nuestra protagonista es asaltada por la sospecha de
vivir en la apariencia, en una escenificación que solapa la realidad más
profunda, la consistencia más íntima del ser: «El error –ese error
interminablemente repetido– consistía en creer que de alguna manera, por el
hecho de haber logrado una organización precaria de las apetencias, podíamos
dejar afuera lo que éramos, lo que somos, él, yo, tú, todos: vientres
anhelantes, sangre ciega y enferma, labios ávidos, huesos ardientes como ascuas
en el dolor y el esfuerzo; niños perdidos…».
La experiencia de la verdad, la conciencia del
desvío que está sufriendo su vida, irrumpe con fuerza en el pensamiento del
personaje: «... estoy aquí por eso, porque un buen día […] paseándome por la
calle, mirando escaparates, deseando, creyendo necesitar, comprendí que en
verdad nada necesitaba, que tenía todo lo humanamente exigible para la
supervivencia, y que el resto eran sólo la respuesta a un reclamo excesivo, a
una hipertrofia de objetos, discursos, distracciones […] que arrastraba consigo
lo esencial, me escamoteaba mi vida…».
El conocimiento verdadero se prodiga en el que abandona
la ciudad, en el que se despoja y se sume en la pobreza. Es decir, en quien va
en busca de una experiencia ascética, por la que el cuerpo, como afirmaría
Blanchot en La risa de los dioses,
«en su realidad cierta, es la única verdad de esta presencia donde nada se
promete, sino donde todo se da». Así expresa ese saber la narradora del cuento
«Una reina»: «... debajo de este tejado duerme una mujer, un cuerpo de mujer,
una vida de mujer, y que fue para preservarla, descubrirla, mantenerla, que una
buena mañana abandoné mi casa, lo que llamaba mi vida…».
El desvelamiento del soporte más profundo de lo
humano lo encontramos también en La creciente, cuando ya el Polaco y
Georgina habitan la parte más alta de su casa campestre, para intentar salvarse
de una inundación que lo cubre todo, y el cuerpo se transforma en el último
bastión de la resistencia del ser.
La renuncia, el desprendimiento de todo lo conocido,
se transforma también en una experiencia estética, en una revelación. Una
experiencia que afina los sentidos, los desembota. Hablando de su tejado de
hojalata, afirma la protagonista de «Una reina»: «La siguiente vez que volvió a
caer agua, aquella lata, acaso en virtud de su tamaño, me proporcionó el placer
de agregar una nota excepcionalmente grave y ondulante, algo que se quedaba en
el oído mucho después de haberse extinguido el tamborileo de sus vecinas, y
anticipaba el siguiente tableteo amistoso con su voz pesarosa aunque dulce.
»Además, está el sol. Quiero decir, el sol brillando
sobre mi tejado mientras recorro pacientemente los montones de basura. Desde
cualquier sitio en que me halle, puedo ver mi casa, coronada de luces,
chispeante como el agua, arrebolada, hermosa».
Esta delectación de los sentidos, el de la vista y
el del oído antes, y el del olfato en el fragmento que reseñaremos ahora, la
encontramos asimismo en La creciente,
en la descripción del campo donde se aíslan el Polaco y Georgina: «[…] a cada
gota le respondió un aroma. La tierra fragante, los granos silbadores,
levantaban su olor contra el agua.
»Oloroso de sí mismo, el campo difundía los secretos aromas, los perfumes sutiles: gruta de topo, caca nutricia de las vacas, dura pezuña, cuerpo de perro mil veces muerto, conejo en transformación, raíz dulce del hinojo…».
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