Viernes a la tarde. Espero el tren.
Siento un temblor en los pies. A lo lejos, lo veo venir.
Me la imagino sentada junto a la
ventanilla mirando a través de ella.
Con calma, el tren se detiene. Recorro el
andén caminando casi de puntillas, aupando mi cuerpo para alcanzar con mi
mirada los cristales. Mis ojos no logran encontrarla. La gente baja, se
anuncia, habla, ríe, reclama presencias, grita, saluda, se abraza, se besa,
llora. Yo preparo mi corazón para tanta alegría como espera.
Pero ella no aparece. Los viajeros se van
acompañados, jubilosos. Alguien les lleva las maletas. El tren permanece
inmóvil, quieto como un gran cetáceo varado en la playa, exhalando con
debilidad su aliento espeso y blanco. Yo repaso una a una sus ventanas. Los
empleados descienden en parejas, saltando a tierra. Pregunto. Me contestan que
si ella ha viajado en el tren, se apeará tarde o temprano, que espere. Bien.
Espero, paseo, dudo. Me impaciento. Resuelvo subir a los coches pero me
encuentro las puertas cerradas. Forcejeo con ellas, intento violentarlas. Pero
no se abren. Recorro de nuevo el andén con el paso vivo. Bajo a las vías, rodeo
el tren, enfurezco. Lo golpeo. Voy a hablar con el jefe de estación. No da
razones. “Que espere, que espere. Ya
bajará. ¡No hay que atosigar a la gente!” Reanudo la espera.
Llega el sábado. Pasa el domingo, muere
el lunes, amanece el martes.
Oigo al despertarme abrirse una puerta.
Me levanto del frío mármol y me acerco. Ella baja sonriente, con cuidado de no
tropezar. Yo ya no logro alegrarme. Lleva una flor fresca en su mano. Con la
otra se agarra al pasamano. La contemplo. Veo la flor. Mi piel demanda una
caricia. Me aproximo e intento besar sus labios. Ella me ofrece una mejilla,
sonrosada como la flor. Nos vamos juntos.
Y el tren observa nuestras oscuras
espaldas.
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