Los personajes de Constante se separan, se recortan de situaciones alienantes, rutinas que desvían al ser, que lo acaparan y lo vuelven irreconocible. Así ellos deciden «exiliarse» de aquello que provoca ese desconocimiento de sí, sea la política, el consumismo paralizante, la familia o un amor desavenido, del tipo que sea. Este último aspecto es abordado en el cuento «El momento de su vida», título paradójico que hace referencia a una situación clave en la vida de sus dos protagonistas. Las dos voces que les corresponden narran su parcela en esta historia y recuperan a posteriori sendos momentos decisivos en la vida, siendo el segundo eco y contraluz del primero. Este parlamento inicial consiste en el relato de Helga, una mujer ansiosa por liberarse de un amor anodino y asfixiante que la aleja de sí misma: «No lo necesitaba. No a Karl ni tampoco a un hombre concreto, nadie cuya carne pesara y se gastara contra la suya.

            »Durante años pensó poder soportarlo, replegada cuidadosamente en sí misma, abrigada en el centro luminoso de su otra vida, la vida más alta que se había prometido. Pero era imposible. Por inanes que fuesen su presencia y su voz, siempre era algo que se interponía entre ella y la región de la luz que parecía escamoteársele, huir, esconderse en los infinitos rincones de la tarea cotidiana».

Helga es una madre que, como Edda en la novela El guardián de Ardis, percibe una continuidad entre su ser y el de sus hijos, una ligazón y una energía que la impelen a sobrevivir: «Los niños eran ella y ella era los niños, y entre ella y sus criaturas había una corriente ininterrumpida de comunicación radiante […].

            »A menudo le parecía que sus evoluciones cotidianas –las de ella y sus hijos– seguían una trayectoria de gracia predeterminada. Nada de lo que hacían carecía de sentido o misterio. […] sus cuerpos daban vuelta para regresar siempre al centro magnético de su cuerpo, para rodear su vientre y girar en torno a él como antes había girado dentro, con la misma inevitabilidad y armonía. […] Y danzaban sin moverse de su sitio, danzaban con ella, desde ella y hacia ella, que era la guardiana del milagro».

Susana Constante presenta una comunidad de madre e hijos cuyo eje radica en el sueño, en el mundo del espíritu; un mundo para el que Karl, padre amante, supone una interrupción. Pero no sólo él, también cualquier otro hombre real, como hemos visto. De de que Karl no es necesario, y que incluso resulta nocivo para la liberación de su vida espiritual, Helga decide abandonar el hogar con los niños y retirarse a la costa de España, un ámbito que le trae lejanos recuerdos de los veranos de su infancia. Allí se concentra en la relación con sus hijos, de espaldas al pueblo, al que únicamente ofrece sus clases de piano, en palabras de la autora, «una concesión a las necesidades materiales». Unas clases que Helga desprecia porque para nada sirven, no alterarán la vida de unas muchachas que se empecinan en tocar el Para Elisa y que no harán otra cosa, nos dice: «[…] más que repetir incansablemente las vidas desafortunadas de sus madres y parir y guisar y sufrir y engordar y, por último, morir rodeadas de críos y cebollas».

Los hijos de Helga son tres: los mayores, Tod y Gea, tienen nombres impalpables, con resonancias míticas que remiten al origen de los tiempos, y la última es Luisa, quien ya en su nombre anuncia una llamada, un desvío hacia lo habitual, hacia la realidad más tangible, que asusta a su madre: «A veces la descubría mirándola mientras tocaba por la noche, […] no expresaba la atención arrobada a la música, la entrega a los temblores del espíritu, sino algo que no podía llamar más que piedad y, sí, espanto. Eran chispazos, instantes cuya fugacidad le impedía fijar, sopesar la mirada de Luisa».

La vida transcurre en una elevada y quieta monotonía hasta que la enfermedad da los primeros zarpazos en el cuerpo de Helga, el dolor y las sensaciones que anuncian la muerte: «Se frotó sin pensar aquella zona del pecho que hervía, hormigueaba, latía como ante un descubrimiento. […] Se sentía continuamente rodeada por las amistosas sombras de los muertos. […] se movía acompañada por aquella discreta corte amorosa de los seres amados que guiaban sus pasos y sus gestos».

Un inciso: la presencia de la muerte es consustancial a la obra de la autora, recorre cada una de sus páginas; e incluso decidió el título de su libro de relatos, Aquí hay muertos, cuando inicialmente se iba a llamar Madres e hijas.

Volvamos al texto que nos ocupa: el relato sobre Helga se interrumpe de forma abrupta y el narrador omnisciente da paso a otra voz, que reconocemos de inmediato como la de la pequeña Luisa.

Este esquema textual, que aborda dos perspectivas muy diferentes pero complementarias acerca del hecho narrado, recupera el molde utilizado en todo su esplendor en la novela El guardián de Ardis. En ambos casos, la primera perspectiva se sustenta en el mundo espiritual, más erudito y completamente enraizado en la memoria –en un borgeano aleph, de largo aliento y de adversas consecuencias, en el caso de la novela–, mientras que la segunda visión, que se despliega como una forma de protesta, se sostiene en una absoluta objetivación de la descarnada realidad de la muerte y en las estrategias que se siguen para poder sobrevivir.

En «El momento de su vida», Luisa observa aterrada, sin poder articular palabra, cómo sus hermanos, Tod y Gea, ante la repentina muerte de la madre, niegan la evidencia y se disponen a preparar la cena como cada noche: «Los preparativos de la cena se desarrollaron como una danza. […] Estaba acostumbrada a mirarlos un poco desde fuera, sólo que ahora a la admiración algo escandalizada con que los había contemplado siempre, se agregaba el espanto…».

Tras ingerir los alimentos, que agradecen religiosamente, acuestan a la madre. Luisa asiste impertérrita a toda una ceremonia filial que niega la muerte, a una mentira que rechaza lo evidente y lo insoportable: «Gea cogió los brazos y Tod los pies. […] como si de verdad creyeran que mamá dormía y una noche de descanso lo solucionaría todo. Luisa detrás con rostro grave, encerrada en un silencio pétreo».

La hermana menor advierte que sus hermanos se sostienen en una convicción sin fisuras, y que se aferran a una rutina diaria que resulta patética: «Con un furor incrédulo y helado, Luisa comprendió que lo creían, que estaban convencidos de que su madre los oía o regresaría, no sabía qué […].

»Y entonces, por fin, pudo aceptar que los odiaba con ese odio minucioso que en ocasiones es el desenlace inevitable de la compasión y el miedo. Odiaba verse obligada a sentir piedad, odiaba ser la intermediaria entre ellos y el mundo…».

Tod y Gea, con toda tranquilidad, se dan las buenas noches y se van a dormir. Luisa, en cambio, decide quedarse velando a Helga. Ese tiempo en abismo junto a su madre muerta abre los sentidos, dispara la inconmensurable percepción del mundo real: «... sentía en torno a sí el peso carnal de la oscuridad, los roces del aire contra el aire, la vibración delicada de las constelaciones. […] Se quedó así, mirándola, escuchando los ruidos de la noche, rodando con ella por el cielo, ladrando los remotos ladridos de los perros, temblando y agitándose bajo el húmedo aire nocturno…».

De esta forma, la pequeña Luisa, junto al cadáver de su madre, se prepara para la vida, su vida, rastrea en el silencio mortal el sentido de su existencia, intenta responder a los interrogantes que la aquejaban, que la alejaban de sí misma: «... como si esa muerte hubiera operado una transformación física en el aire que la rodeaba […]. Y ya no sentía, como había sentido siempre, que la muerte de su madre era la condición imprescindible de su vida, aunque sabía que en cierta forma así era. Que la muerte de esa mujer la liberaba, le daba por primera vez permiso para ser ella, para ser Luisa sola en medio de la noche indiferente...

 »[…] Y apretó la mano de su madre como apretaba ese momento grande de duelo y de calma antes de irse a buscar su parte de las cosas, sus momentos de alegría y desconsuelo, su relación absorta con el mundo».

Esa descarnada y luminosa aceptación de su sino, de su corporalidad tangible, de su ser en sí y su búsqueda vital como sujeto autónomo, provoca, sin embargo, el desmantelamiento del universo de ilusión en el que ha vivido, y en el cual permanecen sus hermanos. Tod y Gea aparecen, para Luisa, en toda su escandalosa irrealidad de personajes inmateriales que se han movido en una fantasmagoría creada por su progenitora.

Un acto simbólico coronará esa noche crucial. Luisa no podrá enunciarlo con su voz, pero escribe con rotulador en una sábana «Aquí dentro hay muertos», que colgará a modo de pancarta en la ventana que da a la calle. Es una llamada a la comunidad y una protesta –que no puede dejar de traernos a la memoria el insuperable poema «Cadáveres» de otro creador exiliado, el poeta Néstor Perlongher–.

Como vemos, los personajes de Constante se desnudan, se reconocen; pero no claudican de su ser: una vez que se aceptan, se empecinan en él. En el caso del cuento «Trauma natal», la narradora relata la experiencia de pertenecer a una familia de enanos y de reconocerse a ella misma y a sus padres como diferentes de los demás: «Éramos enanos. Más que enanos, pigmeos, diminutos engendros, perfectos en todo salvo por el tamaño, tan exiguo que nos hacía prácticamente inexistentes».

«... desperté a la evidencia de mi marginación, tanto más despiadada cuanto que en verdad tengo un carácter sociable, un temperamento llevadero y cierto ingenio para descubrir la belleza de las cosas. Pero la gente no soporta lo distinto, lo asimétrico, lo disímil».

La marginación se soporta mediante la evasión creadora, que sirve de refugio en el que se afirma la identidad y desde donde desplegar los juegos de la inventiva, con los que se entretienen madre e hija: «Distraemos las largas horas de obligatoria compañía haciendo literatura, en la que hemos encontrado no sólo alivio sino una especie de hogar».

            «Tenemos nuestras lenguas, sin embargo, y nuestras pequeñas cabezas fecundas, y en esto hay una especie de justicia que, quizás, baste para reconciliarnos con la desdicha».

La imaginación desbordada lleva a la narradora a una experiencia de irrealidad de la que, sin embargo, es separada abruptamente; de manera que la verdad no llegue nunca a ser traicionada: «... volé tan alto que la perspectiva de la libertad me provocó náuseas y júbilo, espantados deseo de perderme, de habitar nidos andinos y ser grande como el mundo.

»–¡Ya soy el águila! –grité.

»Y mamá aplaudió y dijo:

»–¡Veo las águilas!

            »Pero algo en su voz me detuvo, inclinó mi corazón del lado del mareo y la náusea…».

Aquí se plantea también el problema del pecado y de la culpa –una de las líneas señeras en toda la obra de Constante–. La culpa se aborda desde distintas perspectivas: si existe una culpa intrínseca en los sujetos, si la desgracia puede ser interpretada como tal, y si debe existir una expiación colectiva de males en los cuales los sujetos no han tenido ninguna responsabilidad. La enana protagonista se pregunta si puede haber culpa sin acción: «Peca quien puede, peca quien sabe, ¿pero cómo hablar de los ejércitos de la desgracia, de la pura desgracia inmerecida que cae como un rayo sobre cualquier cabeza, contagia los cuerpos más inocentes como una peste, devasta las inteligencias y marca un camino fatal, un destino, en suma, a sus desprevenidos pacientes?».

En este relato, la justicia que viene a reparar su deformidad física la encuentran los personajes en la invención literaria, como hemos mencionado, y también en el humor: «Al menos una vez por semana nos sentamos a reír. Para conseguirlo no tenemos más que mirarnos y mirar después lo que nos rodea, los paisajes hostiles de muebles y enseres a los que sólo el esfuerzo consciente de la creación puede transformar en praderas y ríos, águilas y desfiladeros, desiertos y fenecos.

            »La creación y la risa van juntas».

El tema de una justicia reparadora, sanadora, que expíe el pecado, alcanza otras dimensiones en la narrativa de Constante: en El guardián de Ardis y en el relato «La salamandra» –incluido en la novela La creciente– se realiza mediante el fuego. En el caso de esta última novela mencionada, alcanza resonancias bíblicas, es la ira divina la que se desata mediante los elementos naturales: «El agua crece como la cólera de Dios. Algo parece hincharla desde abajo; atraerla desde arriba con gesto majestuoso.

»[...] Así también mueren los hombres y otras bestias […].Sí, como la cólera de Dios. Como la fría mano que divinamente somete los cogotes inmundos de los carceleros, las espaldas de las víctimas. Coyunda humana infinitamente más corrupta que el gran aliento frío que la aplasta contra la tierra, que sustenta la lluvia y la desolación; el progreso tan antiguo del lodo […]

»Todo será pisoteado y arrancado. Y más arriba […] el mar aportará salado manto para contribuir al arrasamiento y el castigo».

Esa crecida de las aguas, que se lo llevará todo –y a la que nuestros personajes logran sobrevivir navegando sobre ellas hacia un destino incierto–, tiene un efecto de purificación. Señala Mircea Eliade, en Tratado de historia de las religiones. Morfología y dinámica de lo sagrado, que «en el agua todo se “disuelve”, toda “forma” se desintegra, toda historia queda “abolida”»; de modo que, tras esa disolución, todo se regenerará, seres y tiempo, en un principio sin memoria de lo anterior, puro, abierto a todas las posibilidades.

El relato «El pabellón celeste», que cierra el libro Aquí hay muertos, y cuyo título posee claras resonancias patrióticas para los lectores argentinos, también está protagonizado por una mujer, Ramona Tisú.

La misma tiene que huir, aunque no se dan las razones de su persecución (algo que fue moneda cotidiana en la dictadura argentina, autodenominada «proceso de reorganización nacional», que atenazó al país entre 1976 y 1983, y de la que escapó la propia Susana Constante): «No preguntó por qué aunque en verdad no había, que ella supiera, ningún motivo. No había hecho nada, a menos que ser ella, Ramona Tisú, fuera un acto de insolencia intolerable.

            »A menos que ser fuera ilegal y siendo delinquiera permanentemente; siendo ofendiera e insultara; por el propio peso de ser, distraídamente ser».

Nos encontramos así, con que es el ser mismo el que levanta suspicacias, no el pensar, el ejercer o el parecer. Es la existencia la generadora de represalia. Y esa persecución sin causa alcanza tintes kafkianos: «[…] el disimulo, la astucia, el recurrir sucesivo a buses y trenes que la alejaban del lugar de un crimen que, era evidente, había cometido, aunque fuera ignorante de su magnitud o circunstancias».

Ante la inminente aparición de los perseguidores, caracterizados como lobos, la protagonista se corta el pelo, una espléndida cabellera roja, para alterar sus rasgos y, por tanto, su identidad: «Huir no bastaba. Disfrazarse no era suficiente. Era preciso transformarse, sacar de sus profundidades una persona distinta, ser otra».

Pero esa renuncia a su imagen, esa deliberada transformación deviene en una concentración de su ser, «semejante a la agonía», y ese rostro nuevo se convertirá, según declara la autora, «la persona que opondría a la muerte».

            Ramona Tisú hace un paquete con su cabellera y huye deprisa, llevándola consigo. La ciudad que recorre, envuelta con el perfume del miedo, se vuelve amenazante; ya no la conforman las calles que conoce, las ha borrado de su memoria, y las ve como si fueran otras, nuevas, con visos de peligro: «Resbalaba casi por una ciudad pantanosa, que era un espacio súbitamente cerrado, claustrofóbico […]. De modo que la ciudad que antes fuera engañosamente abierta se vertebraba ahora como el vientre de la ballena, y por una de las blancas costillas se deslizaba su nueva persona cautelosamente […] para no caer, a la gran cámara que se abría a sus pies, donde palpitaban montones de carne como abismos de terreno movedizo que fuera a chuparla en sus profundidades violetas».

Por cierto, encontramos también esos montones de carne palpitante en las aguas que anegan los campos tras la tempestad en la novela La creciente, donde las referencias a los años del terror no pueden ser más claras: «... sabía que las aguas desenterraban muertos, sacaban a la luz los fondos de construcciones monstruosas; todo aquel mundo subterráneo de aullido y terror que había ido construyéndose bajo los pies de todos, de modo tal que hacía ya tiempo que la fragilidad del suelo que los separaba del espanto no era más que la suma de la colectiva voluntad de olvido».

El Polaco y Georgina, sus protagonistas, ven pasar los muertos flotando desde el tejado de la casa. Todo en el texto es resonancia de los que desaparecieron bajo la dictadura militar y se hace precisa una reflexión acerca de la memoria y el olvido: «Pensemos en ese cuerpo. En ese cuerpo entre todos los cuerpos, para no quedar cegados por tanto golpe y tanta muerte; para que los ahogados numerosos no se transformen en una cifra vana […]. Para que el necesario olvido adquiera no obstante una cualidad de permanencia exquisitamente pura, que no se parezca a la culpa y la venganza, sino a la lucidez y a la vergüenza».

Pero volviendo a Ramona Tisú, la protagonista de «El pabellón celeste», vemos que en su huida experimenta una revelación: «Así pues, ella huía. Ramona huía de los lobos pero en verdad el esfuerzo de la huida se reducía a una fuga de sí misma, un intento de abandono de ese cuerpo que, en esencia, era lo único perseguido».

            Ante este desvelamiento palmario, la perseguida decide no consentir ese abandono de su ser. Rechazando cualquier vislumbre de escapatoria, se dirige a donde descubre que la van a estar esperando, a una línea de dunas en una playa de la infancia, empujada ya al límite de sus posibilidades de resistir.

Aunque realice lo previsible para los perseguidores, porque, reconoce, «ellos sabían más que ella, Ramona, del funcionamiento del corazón humano», que lleva a querer recuperar los ámbitos familiares, y así siga el impulso irracional de su cuerpo, ese ámbito supone la vuelta al amoroso regazo materno. En sus palabras: «Había hecho lo previsible y por eso le quedaba todavía un lugar, un refugio quizás tan ilusorio como el otro pero un espacio de soledad y dignidad…».

Es la última reserva de un sujeto que se considera entero, autónomo, batallador en su ser, que no se oculta, que muestra su verdadero rostro en los avatares de la vida, una resistencia que lo justifica: «La visitó una luz […] que transformó su cara en el retrato de sí misma: un retrato perfecto, el único instante de su vida, probablemente, en el que ostentaría el acabado justo, lo que para ella, para su ser específico, era la atinada mezcla, el olvido de la carnalidad en el espíritu y la inmersión del espíritu en las fiestas majestuosas de la carne».

Como último gesto, Ramona se arrastra por la arena y luego corre por la playa, para tener una imagen postrera de ese paisaje íntimo e inalienable: el peñón que está en el mar, frente a la costa, y en su cima, el pabellón celeste.

El hecho de morir dignamente, siguiendo su libre albedrío, aparece también en el relato «Oh, sombras, ¿dónde...?», en el que la terquedad de una anciana por elegir el lugar donde morir, lejos de su familia y de «una ceremonia repugnante» –especialmente para evitar la presencia de una hija– la llevan a la decisión de que la echen al mar y allí perderse: «Una profunda cama cóncava, una superficie resinosa y honda, una copa olorosa y danzante a la que mueve el mar y mece el mar y sacude y golpea el agua de aquí para allá; una cópula perfumada, un instante antiguo, picante y adormecedor…».

Así la libertad en la elección de su modo de morir la lleva a fundirse con la naturaleza, su ser se transforma, se metamorfosea bajo la forma de todos los seres, alcanza los más diversos planos de la existencia y de la materia: «... enorme globo inconsciente, incandescente, imprecisamente coloreado pero capaz de producir todos los colores […]. Soy el cuerpo pétreo de mi amor; soy la súplica muda de mi hija; soy las lágrimas de Gunther; soy él, soy yo; soy esta evanescencia, esta burbuja».

De esta forma, la anciana se desintegrará en la inmensidad. Como la mendiga de «Una reina» que decide fundirse con la basura, dejarse tragar por las máquinas que limpian el terreno que pronto estará preparado para ampliar los límites de la ciudad, sin permitirle una escapatoria.

Decía Juan Carlos Martini que quizás «el exilio no debería ser ni una metáfora ni un mito, sino otro lugar de conocimiento». Creo que Susana Constante recorrió con su escritura un camino de profundización, de conocimiento del ser. Sus personajes conocen, palpan, prueban, la incontable variedad de los embates del destino, del azar y los peligros, de la desdicha que los vuelve marionetas en sus manos. Pero incluso sumidos en esa inmensa fatalidad buscan el verdadero sentido de su vida, se buscan y descubren su sino, y ya no decaen, resisten discretamente con un heroísmo secreto, con la fuerza que obtienen al echar raíces en la vida real, anclarse en lo cotidiano. Ese ser, esa identidad, se corresponde con «la irreductible resistencia del fugitivo y del náufrago», como afirmaban Angelo Ara y Claudio Magris en un libro sobre los exiliados europeos, Trieste. Un identità di frontiera. En su espacio irreductible que es el ser definitivo, firmes en esa obstinación que le es particular a cada uno, permanecen y se oponen a los azotes de la memoria que aniquila y al viento de la historia que puede arrastrarlos, disgregarlos.

 

 Bibliografía

Ara, Angelo, y Magris, Claudio, Trieste. Un identità di frontera, Turín: Einaudi, 1982.

Blanchot, Maurice, «El rodeo hacia la sencillez», La risa de los dioses, Madrid: Taurus, 1976.

Constante, Susana, La creciente, Barcelona: Tusquets Editores, 1982.

-----------, Aquí hay muertos, Barcelona: Editorial Lumen, 1990.

---------, La educación sentimental de la señorita Sonia, prólogo de Ricardo Piglia, Buenos Aires: FCE Argentina, 2013.

Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones. Morfología y dinámica de lo sagrado, Madrid: Ediciones Cristiandad, 1981.

 

  

[Este artículo apareció publicado en Letterature d'America: rivista trimestrale, XXXIV, 148, 2014.]