Es la mañana informe del tiempo.

La muchedumbre emerge del barro:

el torso rígido, la cabeza

levantada.

 

Y allá que se van

a la niebla de los manglares,

a los árboles, cuando corcovea el agua,

a pastar bajo la dentellada

del litoral.

 

 Se arremolinan a lo lejos,

se guardan

del viento socarrón

de las estepas.

  

Duermen a horcajadas:

atisban en el sueño

mercados de especias,

monturas, un campamento.

Despiertos, se desorientan

famélicos

en una tierra llana como el mar.

 

 Algunos alcanzan los bosques.

Profanan esa maraña de sombras.

Al pie de un roble

entierran a un padre

o a una hermana.

No pueden ya desprenderse

de ese surco.

 

 Uno

se levanta

y dice al resto:

marcaremos una línea,

libaremos leche fermentada.

La frontera hará sagrada

nuestra parcela.

 

 Y entonces llamamos al agrimensor,

al contable, al arquitecto

que abocete un tapiz

de pozos y acequias;

al astrónomo, al campesino,

al brujo que mastica

una religión imperfecta

pero atroz.

 

 Cuando anochece

fumamos en los patios.

Las espuelas

al borbotón del rocío.

 

 Imaginamos una larga hornada de ladrillos,

los muros restañados con fango

y un árbol blanco

a la puerta de un rancho

desmelenado como una antorcha

que enardece la tarde.

Así es nuestro poblado:

siete calles. Polvo y sequía

o una selva estupefacta

en su damero verde.

 

 Nos causa pavor

que nos rapten la tierra,

que el vendaval se abrigue

con la hojarasca

de estas techumbres.

 

 Nosotros

hemos dividido las aguas taciturnas

alerta el corazón

al reverbero de los días:

hicimos un idioma

eslabonando silencio;

un país

con pingajos de mar.

 

 Y esa lumbre

permanece

para desbrozar el otero,

resistir

el trabajo o la fatiga.

Para cercar la plaza

y levantar un templo

cuajadito de símbolos.

Y un obelisco,

y la fuente rumorosa

y unos códigos

y esta ciudad

abrumada de cables y azoteas

que se arroja a la planicie

en el blanco sin fin.

 

 Nuestro es el cuento del barro y del maíz,

y una escarcha de crímenes

que cautivan

la suerte.

 

 Ebrios de altavoces

elegimos al estratega

que nos jalea.

Él campea por despachos,

ministerios, cuarteles

eficaces de historia y profecía.

 

 Otros burlaron lejanías.

Al vuelo de las tórridas bandadas

echaron sus callejas.

En un claro, en una sosegada orilla

amarraron barracas y tabernas,

altos hornos, verbenas,

algún puerto: su heredad.

 

 Así que tenemos un país,

y aquellos, otros,

pero no nuestro islote iluminado

nuestros pedruscos

no guardan nuestros muertos

ni el chisporroteo

que nos envalentona.

 

 Por eso no merecen ese cielo

la lluvia, la fruta silvestre,

el rumor de las estaciones.

 

Y él dice, ordena, brama,

Y allá que nos vamos,

países desenvainados,

pájaros sin cabeza

a la conquista del trópico,

de los mares,

de los vergeles,

de las cumbres y la piedra,

de la arena,

de la tierra toda,

del aire que respirar.

 

 Vivimos las naciones hechizadas,

los vicios impacientes

de la arenga y el trofeo.

La multitud

va y viene

ensordecida,

insatisfecha de rebajas y primicias,

absorta en sus pantallas.

Hambrea un ejército pendenciero

y sus trapitos entusiastas.

 

 Por ellos exasperamos

la rosa de los vientos

adictos al convite de los otros.

Candela en mano, al enemigo,

les cobramos el tributo de la Historia:

en ardidos cadáveres, dársenas,

obrajes calcinados.

 

 A la mesa del armisticio

entregarán lo que arrasamos

y lo que no poseen.

Nada les traerá el día después.

A nosotros

triunfantes, la vuelta a casa

para recomenzar mañana

alerta el espinazo, tardo el sentido, 

un tedioso circuito por los cielos

con la patria a cuestas,

desarmado y cautivo nuestro dios.


[De Las naciones hechizadas, Madrid, Amargord, 2017].