Telefoneo a Enrique Vila Matas y entre unas cosas y otras viene a decirme lo que ya dejó escrito en el prólogo que se incluye en El reino, volumen que reúne cuatro novelas de Gonçalo M. Tavares. La experiencia de leerlo, explica con precipitación, refiriéndose al autor portugués −un casi inapreciable tartamudeo hace trastabillar ligeramente sus palabras−, significa a veces descubrir que la lectura no consiste solo en leer un texto, sino en levantar la cabeza, porque ahí empieza realmente buena parte de la creación.
Lo doy por bueno. Asiento al teléfono con un enérgico movimiento. Como lector, coincido sin el mínimo recelo en la interpretación que requiere ese minúsculo gesto: Levantar la cabeza. Eso es, precisamente, lo que espero me exija la lectura, cualquier lectura. Cuando un libro me obliga a detenerme cada dos por tres, cuando me obliga a reflexionar, a entreverar mis propios pensamientos con el texto a medida que la lectura avanza, sé que no puedo andar mal encaminado. Esa es la manera más justa y adecuada de reconocer los méritos al trabajo de un escritor. Eso es lo que yo busco como lector −levantar la cabeza− y eso es, ni más ni menos, lo que Jim Harrison consiguió con Legends of the fall, libro en el que el autor recoge lo que podemos considerar tres relatos de larga distancia o tres novelas cortas −nouvelles, dicen los afrancesados−, aunque yo prefiero dejarlo simplemente en tres historias, y las tres de un nivel digno de sana envidia, las tres apasionantes.
Podríamos iniciar a estas alturas el eterno debate, encarnizado y sin final a la vista, sobre lo que es y lo que no es un cuento. En julio de 2016 publiqué un artículo titulado Cuentistas, escritores de novela y polaroids (revista de nueva literatura Clarín, número 124) en el que yo mismo ya me planteaba esta cuestión. Entrecomillo ahora algunas de las reflexiones apuntadas en aquel texto. “Cheever dijo que el relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. Pero esta descripción, demasiado superficial, casi anodina, aunque simpática, alude únicamente a la extensión de un relato. Los cuentos de Alice Munro poseen un número de páginas que se ajustan a ese parámetro para ser considerados como tales, aunque se leen como una novela. La escritora canadiense consigue jibarizar una historia, que en manos de otro escritor se extendería a lo largo y ancho de centenares de páginas, en no más de treinta o cuarenta. (…) Marcel Proust creyó conveniente emplear más de tres mil páginas para desarrollar los efectos que producen en Charles Swann mojar una magdalena en té caliente. En las antípodas de esta exuberancia narrativa, a la escritora estadounidense Annie Proulx le bastaron dos párrafos, que no ocupan ni una sola página, para sugerirnos la vida entera del tétrico ranchero Croom y su esposa en A 88 kilómetros de la gasolinera”. Por lo tanto, ¿cuántas páginas como máximo ha de tener un cuento, cuántas líneas por página? ¿Cuál debería ser entonces el tipo y tamaño de letra con que se imprime? ¿y la caja de texto? Seamos sinceros ¿de verdad ese extremo, el número de páginas, nos resulta tan importante?
Pese a que no en pocas ocasiones ha sido emparejado con autores como William Faulkner y Ernest Hemingway −comparativa con la que, quiero pensar, se persigue de forma bienintencionada situarlos a la misma altura literaria; aunque, por mi parte, opino que de existir un nexo evidente se hallaría en que los tres le daban con verdaderas ganas a la bebida−, pese a contar en la culata de su revolver con tantas muescas como una docena de novelas, catorce poemarios, diversos ensayos y memorias y ocho colecciones de relatos, Jim Harrison jamás despertó el interés que su obra merecía.
En cualquiera de los géneros a los que se aproximó, la producción literaria de Harrison, amante de la naturaleza más salvaje, de la caza y de la pesca, estuvo influenciada por el entorno rural en el que pasó la infancia. Todos sus libros se recrean en la belleza arrebatada de las montañas, de los bosques y los ríos que los atraviesan, el musgo en las orillas, la luz del sol, el sonido del viento... las peculiares circunstancias de los territorios fronterizos, esas regiones severas de los Estados Unidos poco pobladas que se caracterizan por la escasa clemencia que revelan los elementos; sus personajes viven anclados al terruño, eso les distingue, lo mismo que un acusado respeto por las leyendas indígenas y una lealtad a las tradiciones y a los recuerdos como una de las claves de la existencia.
En ese sentido, los libros de Jim Harrison pueden considerarse una consecuencia directa del lugar que lo vio nacer en diciembre de 1937, Grayling, condado de Crawford, estado de Michigan, una pequeña población que ni siquiera hoy ha superado los dos mil habitantes censados, un santuario para todo aquel que busque la comunión con la naturaleza, a tiro de piedra de los lagos Margrette, Kneff y Wakeley, del río Manistee, que recorre el norte del estado envuelto por bosques de abedules, cedros y hayas, y el río Ausable, que fluye por el centro de la localidad y resulta un hervidero de truchas. Ahí está todo. ¿Qué más podría necesitar? Los inviernos en Grayling son fríos y ventosos, no es de extrañar que la temperatura descienda entre finales de enero y principios de marzo hasta los -20ºC, llegándose a acumular en las calles y en los aleros de la casas un par de palmos de nieve a partir de diciembre.
Visto desde aquí, desde este agradable clima mediterráneo que imprime en nuestro código genético una personalidad extrovertida, no parece muy disparatado que alguien se atreva a calificar Grayling como un lugar del que sería conveniente salir pitando. No obstante, al parecer, lo que posee esa población norteamericana y su frondoso entorno es suficiente relevancia sentimental como para despertar en el carácter de los nativos reacciones contradictorias; es uno de esos enclaves de ensueño que provocan alergia a las grandes urbes y ejercen una fuerza centrífuga igual de intensa que el remordimiento con el que tendrás que apechugar en la distancia una vez lo hayas abandonado. Eso imagino que debió de ocurrirle al joven Harrison. Se graduó y fue profesor asistente en la Universidad estatal, apenas a cien kilómetros de distancia de su niñez, aunque muy pronto el gusanillo de la literatura lo hizo saltar a Nueva York. Conoció a Jack Nicholson en la segunda mitad de la década de los años setenta, cuando andaba enfrascado en la escritura de Legends of the fall, su segundo libro. Fue Nicholson quien le presentó a la gente adecuada y lo introdujo en Hollywood. Al cabo de una década escribiendo guiones admitió que su experiencia cinematográfica había resultado un fiasco, ninguno de sus proyectos cumplió con las expectativas generadas. Con todo, algo bueno le pudo sacar a esos diez años en la meca del celuloide, económicamente hablando le permitieron escribir unas cuantas novelas, Warlock (1981), Sundog:The Story of an American Foreman, Robert Corvus Strang (1984), Dalva (1988), y un volumen de relatos titulado The Woman Lit By Fireflies (1990).
Personalmente, reconozco que sigue siendo un misterio el proceso que se inicia antes de decidirme por esta o aquella lectura. Unas veces es ese mecanismo inconsciente y azaroso que se pone en funcionamiento y me guía hasta entresacar, de entre los libros ordenados en las baldas de una librería, este en concreto y no este otro que se encuentra inmediatamente a la izquierda o este en el que reparo por el rabillo de ojo durante una fracción de segundo y se encuentra un par de ejemplares a la derecha; otras veces, simplemente, me dejo conducir por el instinto y otras, por la recomendación de alguien a quien considero con gustos atractivos.
De la misma manera que Bukowski me recomendó a John Fante y éste a Knut Hamsun, he de confesar que llegué a Jim Harrison a través de Raymond Carver; sin embargo, pese a que la sombra del cuentista por antonomasia es muy alargada −lo mismo alcanza de forma retroactiva a escritores que ya venían publicando cuentos un par de décadas antes de que en 1976 él colocara su primer libro, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, John Fante, Richard Yates, Charles Bukowski; como a escritores que le han seguido en el tiempo, Richard Bausch, Charles Baxter o Larry Brown. He mantenido conversaciones telefónicas con cada uno de ellos en una ocasión u otra−, pese a lo alargada de su sombra, ya digo, no creo que este sea el lugar ni esta la hora para deliberar sobre si Raymond Carver fue o no el cuentista con mayor calidad y quien mejor representa ese movimiento literario conocido como Dirty realism. Hay quien lo defiende a capa y espada y se declara partidario furibundo de que ese es el lugar que la historia de la literatura tiene reservado para el autor estadounidense, el parnaso del siglo XX, y hay quien se opone a esa valoración por considerarla excesiva y le niega la inmortalidad de forma tajante. Yo no estoy ni con unos ni con otros. No soy persona de rotundas certezas ni de comportamientos forofos, todo lo contrario, si algo determina los rasgos de mi carácter es la inconstancia, la facilidad con que salto de una opinión a la contraria; por ello, dejándome llevar por el movimiento pendular que rigen mis gustos lectores, tan pronto me adscribo al grupo de los detractores como a quienes reivindican su gloria.
“No es más que un inocente truco literario”, dijo Richard Ford cuando quiso explicar el término con que se metía a un puñado de escritores en el mismo saco. Dirty realism. Pero lo cierto es que Bill Buford, editor de Granta, dio en el clavo. “Este es un realismo sucio escrito desde las vísceras de la vida contemporánea −escribió en la introducción del número 8 de aquella revista literaria, publicado en el verano de 1983−, pero es un realismo tan estilizado y singular, tan insistentemente influenciado por una ironía incómoda y a veces esquiva, que hace que las novelas realistas más tradicionales de, por ejemplo, Updike o Styron, parezcan adornadas, incluso barrocas en comparación. Muchos, como Richard Ford, Raymond Carver o Frederick Barthelme, escriben en un lenguaje llano, se inclinan por los estilos más simples. Las oraciones están desprovistas de adornos y mantienen un control completo sobre los objetos y situaciones simples que nos hacen presenciar; lo que más se dice es lo que no se dice: los silencios, las elipsis, las omisiones”
Desde entonces, a ver quién es el guapo que se atreve a proclamarse desconocedor de lo que el realismo sucio representa, a ver qué lector de cuentos no ha leído a algún que otro escritor de esos que dicen interpretan sin adornos la visión más sórdida de los aspectos del día a día cotidiano.
Opino que el catálogo de autores que merecen similar distinción con que se viene a señalar a Raymond Carver está bien surtido. John Fante, como ya he dicho, había publicado una colección de trece relatos bajo el título de Dago Red en 1940, Richard Yates, con Once tipos de soledad, figura en1962, Charles Bukowski venía publicando cuentos de forma regular desde 1965. Más recientemente encontramos a Ann Beattie con un primer libro, Distortions, publicado en 1976, Tobias Wolff, cuyo libro Cazadores en nieve fue publicado en 1981, y a la menos conocida Bobbie Ann Mason, autora de una muy sobresaliente colección de cuentos fechada en 1982, Shiloh y otros relatos, que nada tiene que envidiar a los ya citados.
Lo que sí puede ser cierto y hasta cierto punto beneficioso, es que Carver vino a actuar como la espoleta que detonó la bomba de cierto movimiento, el escritor alrededor del cual adquirió músculo una tendencia literaria. Estoy bastante seguro de que sin su existencia, el Dirty realism no habría calado a la misma profundidad con que lo hizo durante los años ochenta.
Y hasta hoy.
No obstante lo dicho hasta este momento, durante esos periodos de hooliganismo por los que reconozco yo también he transitado, confieso haber sentido una inclinación tal vez excesiva hacia Raymond Carver. Incluso entró a formar parte de esa lista de autores a los que me gusta poder llamar por teléfono de vez en cuando una de esas noches de insomnio, con los que disfruto charlando sobre el libro que lleven en la cabeza o entre manos, los autores que prefieren y los que no prefieren tanto, cotillear sobre la trastienda literaria, los horarios que se imponen para dedicar a la escritura, las obsesiones o las chaladuras, los fetiches, los amuletos… y aunque, en ciertas ocasiones, seguir sus consejos me ha provocado algún que otro sentimiento contradictorio muy próximo a la decepción −Barry Hannah, Grace Paley…−, con Jim Harrison he de reconocer que acertó de pleno.
“Harrison en todo su esplendor. Un libro redondo”, “Jim Harrison sabe hacerlo bien y con este libro rinde homenaje al viejo arte de contar buenas historias”[1]
Eso era Legends of the fall para Carver, un libro redondo, un tríptico capaz de iluminar nuestras propias vidas.
Leyendas de otoño fue publicado por primera vez en España en 1981 por la editorial Bruguera, colección naranja 100 −esta es la preciada edición que yo poseo, ya con demasiadas páginas desencoladas del lomo−, y más recientemente rescatado del olvido por la editorial RBA como Leyendas de pasión, en 2010, y por la editorial Errata naturae de nuevo como Leyendas de otoño en 2019. Venganza, El hombre que había perdido su nombre y Leyendas de pasión son los títulos de las tres historias que contiene. Todas disfrutaron de alguna oportunidad para ser llevadas a la gran pantalla, aunque el resultado obtenido pueda considerarse bastante desigual y más o menos satisfactorio dependiendo del caso. A Sidney Pollack se le encargó dirigir una adaptación cinematográfica de El hombre que había perdido su nombre, proyecto que no llegó a buen puerto y todavía hoy vaga en el limbo de las películas no bautizadas. John Huston intentó adaptar Leyendas de pasión con Jack Nicholson como protagonista, pero el estudio no quiso hacer frente a los problemas que presagiaba les iba a acarrear el actor y le pasó el proyecto a Edward Zwick, quien se acompañó de Brad Pitt y Anthony Hopkins en el reparto. En cuanto a Venganza, pese a que siempre me he negado a verla, porque Kevin Costner no es santo de mi devoción, sé que en 1990 protagonizó junto con Anthony Quinn y bajo la batuta de Tony Scott la película cuyo argumento se basa en este relato.
Pero dejemos de lado el séptimo arte. Obviemos ahora los encantos de la órbita hollywoodiense, la luz, la imagen en movimiento, y mejor centrémonos en lo que cada cual es capaz de forjar en soledad a partir del aroma de la tinta en el papel, del suave crujido que se obtiene al pasar una página. Centremos nuestra atención en los libros. Ni siquiera me ha sido necesario mantenerme mínimamente alerta para observar que durante la lectura de Leyendas me he visto obligado a levantar la cabeza a cada pocos momentos, lo que se ajusta sin holgura alguna a los estándares de calidad planteados por Vila Matas.
Corro a telefonear al Raymond Carver de 1979 para agradecerle su recomendación. Él sabe tan bien como cualquier lector que una de las satisfacciones que se pueden extraer de los libros es la posibilidad de compartir lecturas. Dice que se congratula por tan agradable coincidencia. “La mejor de estas tres historias anda por las noventa páginas y se titula El hombre que había perdido su nombre. Es una pieza extraordinaria que trata de algo bastante habitual: el cambio de vida a los cuarenta”[2]. Eso es lo que Carver me dice literalmente justo antes de que yo me decida a comentarle mi opinión sobre Venganza. Al principio hablo con timidez, intentando reprimir el ímpetu que el deslumbramiento ha inoculado en mis palabras para evitar que se deslicen por la pendiente de la discrepancia. Sin embargo, poco a poco, aguijoneado por la sencillez en el trato que Carver deja vislumbrar, el contenido de mi crónica va adquiriendo más seguridad, mucha más consistencia. Le hablo de Venganza y le hablo de Cochran, el personaje protagonista, un ex piloto norteamericano de cuarenta y un años, hombre inteligente, temerario, mujeriego y seguro de sí mismo; le hablo de la vehemencia con que se enamora de Miryea, esposa de Baldassaro Méndez, más conocido como Tibey (tiburón), un mexicano cuya inmensa fortuna se apoya en el proxenetismo y la droga y con quien Cochran ha establecido una reciente amistad.
Esta es una historia intensa, ágil, rápida −la sucesión de acontecimientos posee un ritmo fulminante−, escrita con puntualidad cinematográfica, efecto potenciado sobre todo cuando el narrador se torna confidente y su voz adquiere una familiaridad a la que no podemos negarnos, confundiéndose con la de un amigo que te invita a situarte en un ángulo desde el cual se tiene mejor perspectiva de la escena, y allí, agazapados, seguir observando sin que nadie advierta nuestra presencia.
“Ahora tenemos que alejarnos de los amantes y dejarlos descansar, aunque sea por un brevísimo instante. Posémonos en la repisa de la chimenea como un impasible grifo de ojos de piedra, porque es mejor tener ojos de piedra para ver lo que vamos a ver”.
Los detalles enriquecen hasta tal punto las descripciones, son de tal precisión, que no resulta complicado visualizar el episodio que se está leyendo. En este sentido, a nuestra imaginación se le ha facilitado el itinerario. Podemos dejarnos llevar, cerrar los ojos sin desconfianza, el autor nos conduce por el filo de un acantilado con paso seguro, siguiendo el rastro de una técnica narrativa que en ningún momento nos hará perder el equilibrio.
Harrison se nos revela no tanto como un adepto al minimalismo literario, la suya no es una prosa cicatera, para nada, no se detiene en dosificar ni escatima en el uso del lenguaje para quedarse en la superficie, no, el proceder de Harrison es el de un escritor minucioso, exacto, perfeccionista, de los que se deleitan en el pequeño detalle, destacando en su narrativa una pulsión elíptica y una esencia poética que va como anillo al dedo al escenario por el que transita. Acierta con la evolución de la historia −a excepción de un flashback que se inicia hacia la sexta página y finaliza treinta después, el relato posee una estructura lineal que nos impide abandonar su lectura hasta alcanzar la última palabra−, y acierta con el diseño de los protagonistas, incluso en cada una de las ocasiones que estos son colocados al límite: Cuando Tibey descubre la infidelidad de su flamante amigo y su esposa, decide apalear al primero hasta darle por muerto y −a sabiendas que esta decisión será una de las que jamás le permitirán volver a conciliar el sueño− desfigurar el rostro de Miryea con un cuchillo y abandonarla luego en el peor prostíbulo de Durango.
Cochran sobrevive. A partir de entonces, su único propósito será matar a Tibey y rescatar a su amada. Los personajes se rigen por un código de honor atávico −preferible morir que cargar con una afrenta− que tal vez carecería de credibilidad si la historia no se desarrollara en ese territorio fronterizo y salvaje que se sitúa entre México y los Estados Unidos. El antagonismo que se aprecia entre Cochran y Tibey es necesario cuando se trata de una historia entre buenos y malos, particularidad que podríamos considerar peligrosa por el abuso de tópicos que tal vez exija. No obstante, las contradicciones que el autor atribuye a cada uno de los protagonistas, consiguen alejarlos de esos lugares comunes para inyectar un componente seductor a su personalidad: −”Matar a tus enemigos produce un placer justo y adecuado”− Aunque llegado el momento ninguno de los dos encuentra el valor para acabar con el otro. O no se trata tanto de valor como del profundo respeto que ambos se profesan. Tibey acabará por reconocer que el amor de Miryea pertenece a Cochran.
La escena con que se inicia Venganza describe de forma cruenta a un hombre inconsciente y desnudo que se desangra al sol entre la maleza de un denso chaparral. Tiene un pómulo aplastado, el brazo izquierdo roto, los testículos reventados y dos costillas fracturadas. Se encuentra al borde del coma. Los buitres lo acechan, esperan con paciencia a que expire para repartirse la carroña.
Cuánta épica encierra ya de entrada ese primer párrafo, cuánta poesía, con cuánta fuerza nos ha atrapado esa desnuda exposición de la barbarie. No nos repugna lo más mínimo, ni siquiera nos incomoda tamaña atrocidad, todo lo contrario, aunque ajena a los dictados de nuestra sensatez, ha conseguido soliviantar nuestros apetitos, seducirlos con un señuelo orgiástico.
Chapó. Levanto la cabeza.
Jim Harrison no ha necesitado más de treinta líneas.
Pero, entonces ¿qué demonios ha ocurrido?, se me ocurre preguntarle de repente. ¿Dónde, en qué punto del camino, exactamente, nos hemos despistado? Cojo el teléfono y tecleo el número de Jim Harrison. Telefoneo al Jim Harrison de 2016, al de principios de año, al Harrison de enero o febrero, antes de que falleciera.
Dime, Jim, le suelto a bocajarro en cuanto me responde, qué ha podido ocurrir, dime qué demonios ha fallado para que la hermosa e intrépida Dalva, Cochran o Nordstrom o Tristán el salvaje o cualquiera de los Nothridge, aquella saga familiar de las llanuras de Nebraska, hayan pasado desapercibidos.
Y Jim Harrison calla. Lo oigo suspirar, de forma muy breve, muy lejana. Carraspea, se mantiene de nuevo en silencio por un instante y de repente un segundo suspiro se abre paso entre las ondas telefónicas y me llega desde una cabaña en la Patagonia, Arizona, a nueve mil kilómetros de distancia.
Sé que está sonriendo, con un cigarrillo encendido colgando de la comisura de los labios. Sé que acaba de encogerse de hombros, que ha dado una profunda calada para expresar un “qué más da” que imagino envuelto en una consistente bocanada de humo. Ha salido al porche y su mirada se pierde sobre los áridos pastizales que se extienden varios acres a la redonda. No muy lejos de la casa, un tocón con el radio de una mesa camilla que suele utilizar como tajo durante las pausas que exige la escritura; alrededor media docena de leños, una alfombra de astillas, un destral que ya pide a voces un buen afilado. A su izquierda, por donde despunta el día cada mañana, las gradas de bambú flanqueando el trazado sinuoso del Sonoita Creek. Oye el fluir del arroyo, decenas de pájaros zumbando, pinzones, tordos, colibríes… la luz del sol atravesando a flecos las cañas apretadas; en el aire un olor a piedra mojada, al polvo que levanta el viento del norte en la pradera.
Ahí está todo. ¿Qué más podría necesitar?
Coge el cigarrillo entre el índice y el pulgar, el párpado izquierdo entrecerrado, y lo deja encima de la barandilla de madera. Sé que ha levantado un vaso ancho con whiskey sin hielo hasta la mitad, como si existiera alguna posibilidad real de entrechocarlo con el mío, ¿qué más da? repite al teléfono, sin dejar de sonreír, antes de echárselo al coleto de un solo trago.
Artículo publicado en el nº 13 de la Revista TALES

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