Adquirí la fantástica costumbre, cuando el calor
comenzaba a dilatar los días, de desplazarme a algún pueblo o
ciudad no muy alejado de Madrid cada tarde de domingo. Paseaba por
sus desconocidas calles, compartía sus avenidas con centenares de
rostros sin identificar, inaccesibles a un futuro recuerdo. Aquellas
tardes dominicales entre gente de la que ignoraba todo, que ignoraba
todo de mí, provocaban en mi alma una comunión profunda con el
misterio. Estudiaba cada cara, cada mirada, el ritmo de los pasos,
las tristes conversaciones, los profundos silencios entre las
parejas, los triciclos de los niños, las rutas de las cáscaras de
pipas y pistachos. Aprendí la melodía de los tiovivos, el
incansable apagarse de las luces de la tarde. En ocasiones, me
internaba en un bar o en una cafetería y, dependiendo de la
temperatura de la tarde, pedía un café o una cerveza. Alguna vez
alguna mujer me observaba con pretendido desinterés. Pero por regla
general mis sorbos se ahogaban entre la más densa indiferencia. Yo,
sin embargo, los observaba a todos ellos con ansia analítica. Mi
cerebro tomaba nota de todos y cada uno de los gestos de aquellos
seres extraños. Lo hacía como si aquella misma noche tuviera que
redactar un informe, un estudio sobre el comportamiento de una
especie ajena y lejana a mí.
Quizá así fuera.
Cuando me cansaba de ellos o cuando mis pies y mis
piernas me anunciaban su fatiga, o cuando tal vez mi corazón abierto
se sabía convencido de que nada o nadie habría de permanecer en
él, me dirigía al coche y regresaba a casa, a Madrid, con la triste
conclusión de que ningún ser humano malgastó un solo instante en
reparar en mí.
Y me acordaba entonces de aquella mirada perdida del
bar de una mujer perdida entre niños, maridos y cuñadas, a la que
ya nunca volvería a ver. Cuando esto me ocurría no podía quitarme
de encima durante días enteros sus ojos náufragos. En alguna
ocasión pensé en volver a aquel mismo sitio, repitiendo la misma
derrota, sólo para reencontrarme con ella y rescatarla, como a una
princesa de un cuento infantil, de aquel mundo artificial. Pero nunca
incurrí en ningún regreso, quizá para que ese posible encuentro no
se produjese jamás.
Ahora es invierno y no salgo los domingos. Escucho
música, leo, escribo y me acuesto temprano.
Y sueño con princesas.
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