Le di el primer cabezazo sin mucho resultado. Retrocedió, apenas le hice daño. Mientras Cristina se desesperaba e intentaba apartarme, él me alcanzó y me envió las gafas casi a la otra acera. Eso fue lo que me puso a cien. Le lancé tal patada a los huevos que si lo alcanza lo mata; pero él estaba ya preparado y me la esquivó. Perdí los pocos nervios que me quedaban, así que me convertí en la diana perfecta. Me empezó a dar pero bien; aunque no me dolía mucho. Me intenté proteger con los brazos. Cristina lloraba. “Soy un gilipollas”, pensé. En realidad me preocupaba hacerle daño porque yo era más corpulento; sin embargo, mi menda seguía recibiendo puñetazos en la cara. Sin mis gafas me sentía desprotegido. Comenzó a rodearnos un grupo de personas y entre ellas algunos coleguitas de aquel colgao. Gritaban, alentaban a su amigo, me insultaban. Cristina suplicaba a algún transeúnte que nos separase; aunque en realidad era mi contrincante a quien yo esperaba que separaran de mí. Sus golpes ya empezaban a afectarme y empecé a considerar la posibilidad de hacer algo. Me estaba venciendo. Mis ojos deformaban las luces nocturnas de la calle Montera. Todo parecía irreal. Entonces reaccioné: le sujeté los brazos y lo empujé. Rodamos por el suelo. Acabé encima. Él me insultaba llamándome maricón. Sus amigos intervinieron en ese momento. ¡Los muy cabrones! Cuando él me estaba dando se mantuvieron al margen y ahora que yo empezaba a levantar cabeza... Pero no tenían nada que hacer. Ellos eran los típicos tirillas drogatas y borrachos que no podían ni hacerse una paja. Y yo ya estaba desatado. Lo empecé a golpear en la cara a base de bien con mi puño derecho, aunque me daba asco tocarlo; y también miedo lastimarlo. Cristina seguía gritando por la acera de arriba abajo como una histérica, rogando que alguien detuviera la pelea. Los tirillas drogotas me golpeaban la espalda y yo seguía dando de puñetazos a aquel pobre macarra. Al poco le salía un hilillo de sangre por la nariz. Él se lo notó y empezó a vocear:


    - ¡Tengo el sida, tengo el sida!


    La verdad es que yo me acojoné y retrocedí. Los cinco tirillas siguieron dándome durante un rato, hasta que empezaron a ocuparse de su amigo.


    - ¡Cabrón, hijoputa!, ¡te voy a contagiar! –amenazaba el macarra; eso sí, retirándose.


     Me adelanté hacia él chillando como un samurái de película barata y reculó aún más. Cristina logró sujetarme. Alguien en ese momento decidió interponerse y poner fin al espectáculo, el cual por otro lado ya no daba mucho más de sí.

    Agarré a Cristina por el brazo y nos dirigimos hacia la Gran Vía. La cruzamos y mientras nos alejábamos lloraba y me insultaba dominada por la rabia. Yo no lo entendía; pensé que se iba a sentir orgullosa de mí. Bueno, sí; la vi gritar y todo eso, pero ¿no es lo que hacen siempre las chicas en público ante una pelea? Pero luego, en privado, yo esperaba que me dijera que era el más fuerte o el más hombre. Si no con palabras, al menos con su actitud, con sus gestos o su mirada. Pero no. Me hizo sentir como si hubiera sido yo quien había sido derrotado; es más, como si yo fuera un imbécil.


    A lo lejos, seguía oyéndose a los macarrillas insultarme entre risas.