Llevo
cinco meses a la vera de su cama. En una estancia pequeña, con una tele de
monedas, ningún cuadro, con un amplio ventanal y un raído sillón. Vengo al
mediodía y me quedo hasta que anochece. Alguna noche duermo aquí, mal ovillado en
el sillón, me tapo con una manta. Los primeros días las enfermeras me echaban,
que me fuera a dormir a casa, que no iba a cambiar nada si me quedaba allí.
Ahora no me insisten si acaso dicen algo. La que pasa última, en la ronda
nocturna, se va de puntillas. Apenas me mira como si me hubiera mimetizado con
el paisaje aséptico de la habitación. Al principio, cuando amainaban los
ahogos, podía hablar con mi padre. De fútbol, de las próximas elecciones, con
un hilo de voz. También preguntaba por alguno de sus vecinos. Poco más. Hasta
que perdió la conciencia de las cosas.
Recordé muchas veces en estos días una
charla con mis padres. Nos habíamos juntado los cuatro un domingo a almorzar.
Mamá había hecho canelones de espinaca y ricota, con tuco. Papá había conseguido
un buen tinto chileno. Hablamos mucho mientras comíamos, del trabajo, del
tiempo, hasta que salió el tema de la ancianidad, del caso de que cualquiera de
ellos dos sufriera una enfermedad terminal o daños irreversibles en su cuerpo y
qué hacer si los médicos los mantenían vivos artificialmente. Mi padre dijo que
no dudáramos un segundo en desconectarlo; mi madre con la voz medio quebrada
pidió lo mismo que él. Que no temiéramos, lo vivido ya estaba bien vivido. Mi
padre bromeaba con que no perdería esa posibilidad de despacharla al otro
barrio. Nos reíamos pero mi madre se
puso seria. Aseguró que era su última voluntad y debíamos hacerle caso. Mi
padre dijo que a él le parecía lo correcto y que, por supuesto, aunque le
desgarrara el corazón así se lo prometía a mi madre. «Siempre hago lo que
pides, cariño», dijo, y zanjó la cuestión. Graciela callaba y asentía, sumida
en sus pensamientos. Yo les prometí a ambos hacer lo que pedían. Con mi madre
no hubo ocasión. Se derrumbó en la calle, pocas semanas después, cuando venía
de hacer la compra. Limones y tomates rodaron por la vereda. Los vecinos
trataron de ayudarla mientras esperaban la ambulancia. Mi padre volvió de
reconocerla con la bolsa de la compra apretada contra el pecho.
Y ahora estoy aquí, años después, al lado
de mi padre, haciéndolo permanecer, pelear cuando ya no quiere. Dejando pasar y
pasar los días. Sin tomar ninguna resolución.
Ayudo como puedo a darle las dosis que
necesita. Yo le sostengo la cabeza mientras la enfermera abre la maraña de
cables para alcanzar la oquedad de esa boca. Esa boca en una cara informe, como
un balón desinflado. La enfermera termina su tarea y me aparta con un gesto.
Ahueca la almohada, apoya plácidamente la cabeza de mi padre, acomoda las
sábanas, y se retira con su bandeja de frasquitos y metales.
Al principio venían sus cuñadas, se estaban
un rato a su alrededor. Primero hablaban bajito pero al enredarse en la charla
sobre sus cosas, los achaques, los nietos, iban subiendo la voz. De vez en
cuando alguna miraba hacia mi padre y decía «Pobrecito» para luego volver a su
conversación. Con los primeros fríos las visitas se hicieron más esporádicas y
ya con el invierno dejaron de venir, dijeron que les daba miedo volver de noche
a sus casas. La menos sorda de las tres dejaba de semana en semana un mensaje
en el contestador preguntando si necesitaba algo, diciendo que le avisara con
cualquier cosa. Después ya no vino nadie más.
Ahora
el silencio se alarga. He perdido la capacidad de calcular el tiempo en estos meses.
Antes dependía de lo que tardara en pasar una nube por la ventana, o en llegar
el anochecer y que una voz neutra anunciara el fin de la visita, lo que
distanciara un ronquido y otro, el ansia de respirar así, eternamente.
Hasta
que llegó Graciela. Salida de la nada. Del álbum del último verano juntos, el
pelo arrebatado por el viento en los acantilados, un desvaído faro a lo lejos.
Pero ahora tiene otro rostro, otro peinado, si hasta le cambió la voz y el
cuerpo. Desde que nos separamos dejamos de vernos. Un pacto tácito. Dama y
caballero. Sin papeles, sin hijos, me quedé con la casa. Ella aprovechó un
trabajo en el extranjero, primero Bélgica, después no sé. Los amigos comunes le
perdieron el rastro entre postales cada vez más distanciadas, entre llamados
que se abreviaban con las molestias del eco
telefónico.
Hasta
que apareció acá, una luminosa tarde de septiembre. Entró, se puso delante de
mí, como una aparición. Detrás empezaba a enrojecerse el cielo en la ventana.
Cuánta luz acá. Y luego dijo Abel, me enteré de casualidad. Lo siento. Lo
siento de veras.
Me
abrazó sentidamente. Me sostuvo entre sus brazos y me permitió así oler su pelo
de peluquería, distinguir su olor bajo una nueva fragancia. Todo mi peso caía
en un solo pie, en la misma posición que cuando entró. Me sentí incómodo. Me
soltó.
Empezó
a preguntar cómo fue, cuánto llevaba así. Bajo la impresión de verla apenas
articulaba monosílabos. Se sentó en el brazo del sillón. Me hizo sentar a su
lado.
–¿Hay
alguna esperanza? –dijo.
Le
dije que no con la cabeza. Casi de perfil veía sus manos agarrando el bolsito
sobre la falda. Se quedó callada. Un buen rato. Hasta que oscureció del
todo. Luego se levantó:
–Hoy
no me puedo quedar –dijo–. Pero mañana seguro que vengo.
Quise
decirle que no hacía falta, que yo ya me arreglaba, que no tenía que estar
aquí. Pero me callé, fue hasta la puerta, la abrí, la dejé pasar y como un
susurro le dije «hasta mañana».
Empezó a venir. A veces, durante las curas
Graciela se aleja de la cama y se apoyaba en la ventana, para no mirar, para
mirar a otra parte, como si el aire que está fuera la ayudara a ahuyentar la
náusea que sube por su cuerpo.
Y ahora viene cada dos o tres días. Me ha
traído unas pantuflas. Sube café caliente, galletas, un sándwich. Algunos días
me hace cenar en el restaurante del hospital antes de que se vaya. Hablamos a
rachas. Fuma sin parar. Pero no pregunta por la casa, ni por el níspero
arrebatado por las alimañas.
Una
imagen atropella a otra: un verano juntos de campamento, un juramento de amor
grabado en un árbol. Luego la universidad, la cuenta en común, viajes,
acampadas.
Fuimos
razonablemente felices. Teníamos una casa en Banfield, coche. Un jardín con un
níspero y varios jazmines, el aroma de las madreselvas en las noches primaverales.
Por las tardes, si llegaba después que ella de la oficina, la encontraba
descalza, regando.
Hablábamos de lo que quedaba por hacer,
terminar la terraza, poner un toldo. Comprar una parrilla para el jardín. Así
pasaban los días, sin discordia. No queríamos hijos. Los fines de semana íbamos
al cine, o mirábamos una vídeo en casa. A veces venían parejas de amigos y nos
quedábamos de conversación hasta bien entrada la madrugada.
Y
un día todo eso se resquebrajó. Tuve una leve intuición de que nos alejábamos
sin remedio, que empezábamos a desconocernos. Como siempre ganó ella en
resolución. Un día dijo tenemos que hablar pero ya tenía las maletas hechas.
Ahora la espero. Porque así no estoy solo acompañando la agonía de mi padre. Cuando estamos juntos, nuestra conversación se detiene en libros, en la gente que dejamos de ver, y especialmente en sus viajes. De cómo es Brujas, Atenas, Tegucigalpa. «Viajar cansa» dice y se permite esa media sonrisa burlona que me perdía.
Una noche me preguntó por qué lo hacía. No llegaba a comprender que yo admita esto que no va a ninguna parte.
–¿Recuerdas
lo que él quería, verdad? –se animó a decirme un día.
–Claro
que lo sé. Pero es más fuerte que yo –dije.
–Debes
hacer lo que pidió. Los médicos te lo están diciendo. Que sólo queda un corazón
fuerte. Y nada más. Esto no va a cambiar.
–¿Reapareces
y te crees con derecho a opinar?
–Yo
estuve ahí, contigo, cuando lo dijeron. Es lo menos que le debes a tu papá.
–Mejor
te callas. O mejor te vas.
No
dijo nada. Agarró el mismo bolsito del primer día y se fue. Me rozó, como al
vuelo, la mejilla con sus labios. Pensé que no volvería pero a los tres días
estaba ahí, por la tarde, conmigo. No volvió a repetir nada de lo dicho. Solo
que a veces, en los profundos silencios de hospital, me miraba fijamente a los
ojos. Luego, bajaba lentamente su mirada acuosa al suelo.
Cuando termina la hora de visita, ella se va. Yo me
quedo algunas noches; y otras, me vuelvo caminando desde el
hospital. Paso primero por la casa de mis viejos. Enciendo las luces para que
parezca que está habitada. Luego revuelvo un poco por allí. Abro los cajones
del modular, repaso cartas viejas, y miro los discos de mi padre, de jazz, de
Pugliese, pero no me animo a llevarme ninguno para que, si vuelve, no note nada
cambiado. Si no tengo sueño, me quedo un rato en el patio de grandes
baldosones. Riego las plantas, la hortensia, los alhelíes. Luego sigo camino a
casa. El primer frescor de la medianoche me envuelve en su suave fragancia.
Suele haber chicos en las esquinas sentados en el suelo bebiendo cerveza,
riéndose de nada. Paso delante de los vecinos sin detenerme, como si tuviera
prisa. Pero es porque no quiero hablar. No quiero que me pregunten.
El
último jueves se quedó poco rato. Traía varias bolsas. No recuerdo qué dijo que
tenía que hacer. Pero el sábado seguro que vengo. No hablamos mucho. Se la veía
inquieta. Y al irse, hizo un gesto inimaginable en ella, siempre tan medida,
tan sobria. Se dio un beso en los dedos y con esa mano acarició la hundida
frente de mi padre. Se apretó el bolso contra el pecho y miró hacia la cama
como si la envolviera. «Tengo una
sensación extraña, Abel», dijo al despedirse y me retuvo un instante entre sus
brazos.
Mi
padre murió esa misma noche. Yo no lo
noté de inmediato. Vino la enfermera y
lo vio. Luego el médico para certificarlo. «Mejor así», me dijo. Se le quedó un
rostro transparente y pacífico. Como si
ya estuviera apaciguado.
Luego
fueron los papeles, hacer el primer llamado y que los demás se fueran avisando.
El traslado al velatorio, la llegada de las coronas, ese sopor a flores. A la
tarde siguiente compartí el coche con mis tres tías, íbamos todos en silencio,
en un breve cortejo negro. Y luego las pocas palabras enhebradas en el consuelo
de rigor, la tierra que se queda removida entre dos lápidas con manchas de
herrumbre. Una, la de mi madre.
Hoy
es sábado. Es temprano. Compré el periódico y me vine al hospital. No me han
dejado pasar a la habitación, así que me he quedado a la puerta en uno de los bancos. No sé cuánto
tardará en venir. Vendrá como suele, a la tardecita. Estoy esperando. Para contárselo. A ver qué me dice. A ver qué va
a hacer.
[Cuento incluido en Di algo para romper este silencio. Celebración por Raymond Carver, antología coordinada por Guillermo Samperio, México DF, Lectorum (Marea Alta), 2005].

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