Los
niños inician su autonomía en la relación continua con su madre y su padre: no
sólo los miran, los buscan, les dan palmadas; se acercan esperando el roce y la
caricia; celebran ser levantados y acunados; apoyan su cabeza sobre el hombro
para reforzar los lazos, etcétera. Pasan luego a retirar la ropa que nos cubre
para fijarse en nuestro cuerpo: un grano o un lunar, por ejemplo, llaman su
atención; meten sus dedos en nuestra boca o los agujeros de la nariz; nos
apartan sin miramientos si no nos necesitan. Hay franqueza, diríamos, en su
trato: no fingen, no hay en ellos ni medias tintas ni adulación, aun cuando nos
dediquen sus zalamerías. Uno no se engaña nunca respecto de lo que sienten por
nosotros, por la elocuencia de los movimientos que realizan con todo el cuerpo.
Con
los extraños, en cambio, cunde la prudencia. Un niño a veces no le hace el menor
caso o, por el contrario, no sabemos por qué, lo examina con minuciosidad; no
obstante, se contiene y no lo toca; lo observa, pero sin inmiscuirse, ya sea en
su cuerpo, su ropa o sus pertenencias. Fácilmente adivinamos lo que quiere el
crío, vemos su deseo suspendido, sus expectantes ganas: las manos abiertas
hacia lo irresistible, los ojos pendientes del menor signo de autorización que
pudiera recibir. Es un deseo puro. Sin embargo, su insatisfacción no le provoca
sufrimiento. El niño conoce espontáneamente el respeto que le es debido a toda persona; en la oscuridad lúcida de su
conciencia, sabe ya del derecho del otro a ser como es, y a poseer lo que
tiene.
No
está mal para empezar, le digo a mi mujer.
Y ella la acaricia. Dentro
de un poco, nosotros seremos los que tenderemos la mano hacia nuestra hija,
esperando un gesto de asentimiento suyo para cogerla en brazos, acariciarla y
comérnosla a besos.
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