Mi perro se mea en el suelo junto a las estanterías a la vez que leo a un famoso “escritor” decir que prefiere ser ignorado por la crítica si tiene al público -creo que quiere decir las ventas- de su lado. Desconozco si ambos acontecimientos están relacionados. Mas antes de abrirme a desarrollar el argumento me fastidio la mano. Como las estanterías llegan hasta el suelo, el enorme meado del pobre y enorme perro que nunca se mea en casa y por tanto está enfermo comienza a colarse entre la madera de la librería y del suelo. Las estanterías llegan hasta el suelo partiendo del techo -es éste un punto de vista excéntrico, como puede entenderse-, y para limpiar y tratar de evitar desastres en madera y papel trato de mover tres cuerpos de librería atestados de amigos. Algo cruje en la mano y el codo, algo más cruje en las crujías de pino; cuando me quiero dar cuenta tengo un tercio de una de las librerías medio desmembrado por los tirones, los libros amontonados, las luces de algunos estantes arrancadas, el suelo apestando, y el brazo ardiendo -el perro me mira pero no sé interpretar su mirada-. En el periódico sigue abierta la entrevista al “escritor”: posa frente a una librería de su casa en la cual los estantes laterales, las cabeceras, tienen sus propios libros con las portadas vueltas hacia la cámara: como quien ordena un supermercado, como si se vendiese a él mismo los libros. Cojo el periódico y lo echo al suelo para absorber la orina; uno de los libros de ese “escritor “ también habría venido muy bien para ello.
El perro se recupera en uno o dos días y yo tardo unas quince semanas -tiempo de recuperación del brazo además- en volver a montar las baldas correctamente y cargarlas de nuevo -otras tres semanas más en que regrese la luz a los estantes, pero esa es otra historia también excéntrica-. Debido a que los libros debí recolocarlos allá y aquí, en huecos forzados a veces, todo el escaso orden que había pretendido imponer a esa parte de la biblioteca ha desaparecido. Como bien sabe cualquiera que tenga una biblioteca en casa, una biblioteca de trabajo, más importante que el número es el orden -aun sin renunciar nunca al número, una buena biblioteca será siempre metros lineales-. Peor que el desorden mental es el desorden en los estantes. Si uno es capaz de recordar espacial(yvital)mente el lugar que ocupa un determinado libro es que las cosas no van tan catastróficamente en su vida como quisiera en esas situaciones de visible oscuridad, por citar a Styron, pensar. Como quien recae en una insportable melancolía, me pongo de nuevo a ordenar.
Encuentro entonces un sobre marrón con el membrete de la facultad. Antes de abrirlo ya sé qué hay dentro. Es un ejemplar de Fantomas contra los vampiros multinacionales, el tebeo de Cortázar. Todos los libros de Julio acabaron desordenados y dispersados por la casa tras la meada del perro, y ahora aparece ese. Está en el mismo sobre en el cual me lo regalaron. Me lo regaló. Si uno es capaz de recordar espacial(yvital)blablablá -ya he dicho esto antes-, y bueno, la historia de cómo llegó a mi librería ese libro es una historia de amor. En realidad toda biblioteca es una historia de amor -acaso casi toda escritura lo es también-. Yo un día encontré ese libro en las manos de alguien que nunca habría imaginado que lo sostendría, en mitad de una afortunada coincidencia sobre investigaciones iusliterarias. Y merced a la generosidad sin límites, a su amor, un día cambió de manos y de biblioteca.
Lo sorprendente de aquel hallazgo en una biblioteca ajena que era para mí como propia fue que su dueño mantenía que la cultura eran siempre 501 páginas -de ahí hacia abajo todo era fantochismo y disfraz y yo diría que tuiter-, y que lo contemporáneo había acabado en Tolstoi; esas cosas no eran sino cachondas boutades con intención de abrir diálogos. Durante casi 30 años así fuimos trabajando juntos, en un permanente diálogo -yo oía más que hablaba, pero si lo hacía siempre tenía enfrente un oído atento, generoso y crítico-. Ver en su día el Fantomas me sorprendió y sobrecogió, y aún más me sobrecogió después el regalo -sus circunstancias son también otra historia-. Y de nuevo sobresalto y sobrecogimiento se reprodujeron al hallar el sobre en la enésima reordenación de la biblioteca. Verlo entonces y ahora fue no sólo prodigioso por ver físicamente el ejemplar, sino por estar recibiendo de nuevo, sin querer, una lección hermosa sobre la curiosidad intelectual, sobre cómo ésta no debe cesar, no debe agotarse, no debe desdeñar nada, y menos aún lo que nos parece lejano. Los libros pasan de mano, pasan de una biblioteca a otra, y ahora yo soy el inquilino de ese Fantomas. Los libros nos acogen, y cuando nos vamos se quedan a arropar a otro, con suerte.
Trabajar con pasión siempre, y siempre con rigor, siempre con atención al presente, lo que implica hacer presente lo antiguo y lo futuro: esto lo estoy escribiendo mañana. Cortázar era así, y la persona que puso en mis manos el Fantomas era así, y así aprendí yo con él a vivir. La generosidad es un modo de pervivencia, un promotor de la memoria. Que yo ahora sea el inquilino de ese librito o ese panfleto o ese tebeo, cuyos beneficios iban destinados al pueblo de Nicaragua, no es sino otro paso en un camino de amistad, admiración, amor, que une a los vivos entre ellos y con los aparentemente muertos. Quienes se apartan de esa senda supongo que ignoran que la generosidad es como las relecturas, que siempre ofrecen algo nuevo y valioso que nos arropa. Somos un libro de arena, que diría Borges. En invierno, en los días duros, oscuros, del invierno, la arena está fría fuera, pero uno mete los dedos en ella y siente enseguida la calidez y el abrazo escondido. Poseer una biblioteca es como tener una playa de invierno en el salón. Ordenarla enseña que quien no se acerca a las personas como se acerca un lector a un libro, con esperanza, incredulidad, afán de asombro, quien no es generoso en la lectura ni atiende a lo que esconden los espacios en blanco, los interlineados de las páginas y de la gente, es un libro arrojado al fuego o al agua: algo triste, penoso. Ser penoso junto a ser aburrido son los peores pecados; tanto para un libro como para un ser humano. Todo eso lo escribo mientras a mi lado sigue el Fantomas asomando un par de dedos del sobre blanco, con los ojos velados y los montones de libros a mi alrededor, que van volviendo poco a poco a las baldas en otro orden distinto al que tenían hace unos meses. Pongo los libros de Cortázar junto a los de Calvo. Uno ordena de nuevo su biblioteca como ordena cada tanto su vida; descubre y pierde, añora y recompone, y afronta estoico los embates de la esperanza: de poder leerlo todo, de no irse nunca, de no perder nunca a nadie.
A la memoria de José Calvo
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