¿Acaso no se metamorfosea todo como niebla?

Hugo von Hofmannsthal, Electra

El presente... ¿qué significa en realidad? […]

 ¿La palabra que acaba de ser pronunciada no es ya recuerdo?

 Arthur Schnitzler, Der einsame Weg

 

En 1981, Sergio Pitol publica en México Nocturno de Bujara, libro compuesto de cuatro extensos relatos, que Margo Glantz ha considerado «textos limítrofes» entre su primera creación de ambiente veracruzano –que repasaba la memoria lánguida de una clase avasallada por la Revolución, sus pasiones y miserias– y una nueva escritura de la carnavalización –donde aborda lo grotesco, la farsa, lo abyecto– que caracteriza su afamado tríptico: El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal.

Esta obra crucial, al editarse en España, pasa a denominarse Vals de Mefisto (1984). Con este cambio Sergio Pitol apuntala la perspectiva y la particular atmósfera que impregna el libro, las cuales remiten a la decadencia europea de fines del xix, de la que la vida vienesa es el ejemplo más acabado.


En su ensayo «La versión de Schnitzler», incluido en Pasión por la trama, el autor considera el vals como metáfora de un tiempo –la Viena fin de siglo– en el que, parafraseando a Musil: en el «espacio vagamente real» del imperio habsbúrgico, que asimiló como un «viejo caldero fáustico» regiones, lenguas y culturas; fue el vals «la lengua franca» que articuló, constituyó incluso, un mundo irreal de luminosidad y contradicciones. «Los encantos del vals encubren un vacío, una angustia que se resiste a admitirse como tal», dice.

Pitol observa esa Viena artificiosa, ornamentada y teatral, del secreto y la simulación; bien reflejada por Arthur Schnitzler, de quien dice: «siente a fondo la respiración crepuscular de todo lo que le rodea, anticipa el carácter sonámbulo de los habitantes de esa entidad carente de realidad». Los ciudadanos transitan por la ciudad del «alegre Apocalipsis», según Broch, obsesionados por la apariencia, el decorado y el espectáculo (decía Karl Kraus que «quien no tiene temperamento necesita ornamento»); con su personalidad ligera, precaria, en un mundo que declina. Con ellos coinciden los personajes que se mueven por las tramas alucinadas de Sergio Pitol en su Vals; seres de frágil memoria que pierden las referencias como a través de un sueño, sin saber distinguir representación y realidad en las experiencias que les toca vivir.

En el relato que abre el libro, la protagonista viaja en tren por México, leyendo «Mephisto-Waltzer», un cuento de su marido Guillermo, quien se halla en Europa. En la primera lectura, la mujer sospecha que él lo utiliza como mensaje sobre el deterioro de su matrimonio, confiando en que su efecto se atempere en la distancia:

A la segunda lectura la sensación de derrumbe fue más aguda. Algo que existía en el trasfondo del relato, la meditación final en torno a una serie de pequeños núcleos dramáticos que habían estado a punto de cristalizar, de desarrollar sus propias leyes, de convertirse al fin en forma: mínimas historias nutridas en los más rampantes lugares comunes de un decadentismo fin de siglo […], sí, esa meditación que, como postfacio de un auténtico drama vislumbrado al azar, no era sino la evidencia del desinterés de Guillermo por la realidad en la que ella se afirmaba...

El narrador del cuento, un literato mexicano, observa cómo, en una actuación, el concertista dirige continuas miradas a un palco donde se encuentra una dama. Entonces imagina distintas tramas, fantasea avatares que tienen como motivo esencial el engaño y la simulación, historias en las que el vals despliega su poder evocador y malsano.

            La mujer cree que fue escrito unos meses antes, en Viena, cuando su marido trabajaba sobre El regreso de Casanova, de Schnitzler; y recuerda que él le envió unas cartas que aludían a un joven músico al que ambos habían ido a escuchar, y a quien ella recordaba por su atractivo. El cuento registra que ella afirmó que su belleza hace pensar «en el rostro de un joven fauno después de hacer el amor»; pero ella no reconoce tal pensamiento. Sin embargo, se ve obligada a sopesar sus recuerdos mediante la comparación con lo leído. El relato, además, da cabida a las reflexiones críticas de ella sobre el escrito de su esposo y «desenmascara» sus conocimientos musicales como una impostura.

En el segundo cuento: «El relato veneciano de Billie Upward», de nuevo aparece una relectura, la de una novela Cercanía y Fuga, por parte de un personaje, Gianni, de vacaciones en Roma. Se nos dice que: «Leído en el momento de su aparición, el texto le resultó oscuro y cargado de reiteraciones e incoherencias... [aunque] llegó a hablarse del nacimiento de un clásico contemporáneo». Sus comentarios de la autora, Billie Upward, permiten vislumbrar la poética del propio Pitol:

... su aparente hermetismo había sido creado con toda conciencia para configurar el clima de ambigüedad necesario a los sucesos narrados y así permitirle al lector la posibilidad de elegir la interpretación que le fuera más afín. Hay algo de libro de viajes, de novela, de ensayo literario. De la fusión o choque de esos géneros se desprende el pathos, continuamente interrumpido y con reiteración diferido del relato.

La novelita trata de una joven, Alice, en viaje de fin de curso a Venecia. Al llegar se enferma y le aconsejan que se quede en su habitación. Sin embargo, aun con fiebre, la joven sale como una nueva Alicia para cruzar el espejo, conocer la nueva realidad que le depara ese viaje: «El recorrido de Alice, la protagonista, por Venecia entraña una incesante búsqueda y al mismo tiempo un siempre presente subterráneo terror». La protagonista se maravilla con una ciudad «que está comprendida en todas las ciudades»: las personas y sus andares, los objetos. (Y aquí, Pitol recupera su primera impresión, miope y deslumbrada, de Venecia. Una experiencia que retoma con lujo de detalles en El mago de Viena.) Hasta que, de pronto, Alice descubre a una extraña anciana:

Se trata de una mujer que debe frisar en los sesenta años. Le llama la atención su esbeltez, su ferocidad, su belleza, su agobio; camina como sonámbula y a la vez con la firmeza que se podría conceder a la reina de Venecia si tal cosa existiera. […] No la reina de Venecia pero sí la de la Noche, musita Alice, y piensa en Mozart.

Esta referencia a La Flauta mágica de Mozart cumple una característica pitoliana: equiparar las vivencias de los personajes con el mundo del arte y el espectáculo; recurso inspirado en la «teatromanía» de los vieneses de la que habla Zweig, para los cuales el gran concierto o la ópera como espectáculo total se asumían como modelo de una vida sustentada sobre el vacío.

 La joven, arrastrada al ensueño en que la sumergen los canales venecianos, persigue a la mujer, que se refugia en un palacete acompañada por un joven. Alice regresa afiebrada al hotel, y recuerda su lectura de un libro sobre el viejo Casanova (de nuevo Schnitzler), que hablaba de componendas y suplantaciones sexuales. El recuerdo de esa historia abyecta e inverosímil le produce una intensa emoción. No obstante, aun percibiendo Venecia «con verdadero pavor», se viste de gala y vuelve a salir a la caída de la tarde. Retorna adonde perdió la pista de «la reina de la noche», y encuentra al joven de antes, quien le pregunta si participará en «la función de Titania». Luego llama al portón y pregunta si ha comenzado «el aquelarre». Ella, obnubilada por la belleza del muchacho, entra con él en el palacete, que «parece una caja de maravillas forrada de oro, de felpudo paño verde, de caoba y cristal». Alice ha de participar en una representación de la que nada sabe, bajo una atmósfera que recuerda la fantasmagoría que sufre el protagonista de Relato soñado, de Schnitzler. La joven se encuentra con unos personajes estrafalarios, grotescos, animalizados:

un pequeño grupo de mujeres rodea a aquella a quien admiró en la plaza. […] los cuellos, los brazos, las cabelleras están consteladas de rica pedrería. Algunas parecen emerger de épocas remotas. […] una mujer inmensa con rostro de mandril, a quien un vestido de brocado negro señala todas y cada una de las capas de grasa que sin mesura le surcan el vientre.

Alice asiste a una bulliciosa ceremonia de saludos y presentaciones, habida tras un concierto. Su conversación con el joven que se presenta como Puck –nombre como el de Titania procedentes de Sueño de una noche de verano– es interrumpida por el anuncio de que llega el comendador. La gente se alborota y «los nervios faciales de la anfitriona se ponen en tensión. Alice descubre en su rostro la misma expresión de diosa estremecida por la ira que tanto la impresionó en la plaza».

La joven se oculta con Puck y observa la entrada de un viejo decrépito como el Casanova de su lectura, con el vientre en forma de pera y poderosas cejas; la semejanza le provoca escalofríos. Se produce un altercado cuando el anciano increpa a Titania por su traición. Entonces huyen los dos, aunque ella se resiste dada su debilidad.

El cuento vuelve sobre Gianni, el personaje que lee la novelita de Billie Upward, que critica el «método descriptivo de exasperante minuciosidad» de la autora. Y observa cómo a partir de ese momento se quiebra la linealidad del relato, que se vuelve «una especie de delirio brumoso».

Alice le cuenta a Puck «que ha leído la novela de un autor vienés sobre Casanova, pero sin comprenderla del todo, que no logró desentrañar los símbolos...». Él la escucha con sorna, mientras cruzan puentes y pasadizos de Venecia, «una especie de Aleph» en que se confunden canciones, voces, enmascarados; en una atmósfera sensual donde el mundo se le revela, «no gradualmente sino de modo simultáneo y total».

Gianni valora el riesgo literario de este pasaje, pues «un escritor navega siempre al borde del naufragio cuando trata de recorrer todos los tiempos que han compuesto no sólo a Venecia sino a la más polvosa y deslucida ranchería»; aunque no su resultado.

Los jóvenes recorren en su huida todos los tiempos de esa ciudad: «De la misma manera que el joven es todos los jóvenes que alguna vez han tocado Venecia, frente a ella se despliega, al salir del abrazo, la biografía de la ciudad...». Las visiones apabullan a Alice, y se deja llevar por sensaciones que se solapan unas a otras; hasta que por la mañana, Alice tiene una prosaica revelación: descubre que fue víctima de una «función teatral», al hallar a la reina Titania, con una mascarilla, desayunando junto al viejo comendador en bata: «Alice intuye que el drama contemplado el día anterior al final del ensayo era falso, un juego inventado por esos tres despojos humanos para fingir que su vida es interesante y aún la sacude la pasión...»

Pero el desmoronamiento de lo real es aún mayor. Algo después, la joven es hallada en pleno delirio por su profesora y compañeras, que regresan de una excursión. La experiencia de Alice se diluye en el ensueño, y su revelador periplo bien pudo ser sólo una alucinación provocada por la fiebre extrema. Podemos concluir que Pitol sigue a Schnitzler en el modo de utilizar el potencial de verdad que esconde la materia onírirca. La joven muere. El relato se cierra con la profesora que, escuchando a las jóvenes cantar a Wagner, afirma que Venecia no es el destino más adecuado para unas jovencitas. El propio Pitol advierte, en El arte de la fuga, que los puritanos demonizan Venecia, y «cuando el rechazo coincide con una atracción irresistible […] esa dualidad se transforma en delirio». Esta ciudad jamás resulta un mero escenario, «sino que se convierte en personaje; a veces es ella la auténtica protagonista».

En el siguiente cuento, «Asimetría», durante una comida familiar, el protagonista, Ricardo, descubre que «la esencia de la materia» es la asimetría: «Eso lo explica todo: la fuga de Tolstoi de Iasnaia Poliana, la vasta estirpe de Jack el destripador, los cuartetos de Beethoven, la existencia de Auschwitz, los gestos perfectos de la Dietrich, la ebria adolescencia de Rimbaud y sus marchitas jornadas abisinias, la transformación del dinosaurio en iguana, del caballo en cerdo, la obra entera de Shakespeare».

Al hacer un repaso de su vida, ve que se tambalean sus certidumbres; no comprende de qué está hablando y tiene la sospecha de que, al contrario, lo que busca la naturaleza es la simetría. Les relata a su familia y a unos amigos un viaje que hizo a París, con la excusa de realizar estudios de composición, para recuperar la verdadera identidad de su padre, muerto a los 36 años. Allí se hospeda en la casa de dos hermanas mexicanas, Lorenza y Celeste.

Al comenzar sus indagaciones, comprueba con estupor que nadie recuerda a su padre, que lo confunden con otros hombres:

Encontró a algunos mexicanos radicados desde siempre en París que decían recordar muy bien a su padre, pero al interrogarlos de cerca advirtió que la imagen borrosa que guardaban era invariablemente falsa. Algunos lo confundían con un joven tarambana y deshonesto […], otros más inventaban anécdotas fácilmente lisonjeras cuando intuían su ansiedad y barajaban rasgos y hechos que podían corresponder a cualquier diplomático, lo que acababa por difuminar en vez de crear una silueta.

Los demás no recuerdan. Y al pensar en ello, cae en la cuenta de que a él le sucede lo mismo; la memoria se desvela como un artificio.

... creía contar con recuerdos muy nítidos de su infancia, y, sin embargo, con estupor tuvo que confesar que ninguno tenía ubicación precisa. Su madre no contribuyó en nada a aclararle ese período. La pobre fue siempre una niña y hasta el final no logró recordar nada de nada, ni enterarse siquiera de lo que fue su vida.

Pitol se hace eco aquí, como en los demás relatos del libro, de lo que Schnitzler afirmaba de sus personajes: que se hallan «privados de núcleo y vegetan en una soledad terrible, de la que sin embargo nunca llegan a estar del todo conscientes».

Esta levedad domina también la existencia de las dos hermanas. Bajo la apariencia de una vida armónica compartida, en la que suelen recordar un venturoso pasado, Ricardo observa, tras innumerables conversaciones sobre música o literatura, gestos que se le escapan, sentidos que se le resisten.

Tanto él como sus caseras llevan a cabo una impostura con respecto a sus vidas, las recuerdan mal y llegan a creerse sus mentiras, hacen del fingimiento el eje de sus existencias. Celeste va dejando caer malévolamente medias informaciones sobre el pasado amoroso de su hermana –que se devanó por hacer sobrevivir un matrimonio “absurdo” hasta que le mataron al marido–, y especialmente sobre su mediocre arte vocal que la llevó a sufrir el escarnio público (que anticipa sucesos que narra Pitol en El desfile del amor):

... impondría su prestigio sobre todo en París, donde había sido insultada, vejada, sí, estruendosamente abucheada en las dos funciones en que se presentó en 1943. […] durante la segunda función la voz de la pobre era tan chirriante y las protestas del público tan desenfrenadas, tan obscenas, que tuvieron que suspenderla a la mitad del tercer acto. […] En un cine alquilado, en un barrio indecente, con una orquesta formada por atrilistas sin empleo y con cantantes jubilados recogidos aquí y allá.

A Ricardo, a quien el sentido profundo de las vivencias se le escapa, le parecen aquellos tiempos en París «la representación más perfecta del paraíso». Un paraíso del que es expulsado sin comprender, tras haber formado parte de una «representación» pergeñada por Celeste, que lo ha utilizado como un títere para vilipendiar a su hermana en su cena de cumpleaños. Celeste le hace obsequiarle una hoja amarillenta recogida en unas tumbas que Lorenza jamás pudo visitar: «Lorenza tomó la hoja […] luego lo miró con una intensidad que aún ahora logra producirle escalofríos».

Ricardo presiente que ha sido juguete de una maniobra malvada; pero no alcanza a interpretar el hecho, y cree que responde a un canon onírico. «Todo aquello parece pertenecer al mundo de los sueños por la incoherente precisión de ciertos movimientos, gestos y voces, por la rapidez de su secuencia, por lo indescifrable de sus sentidos.»

El protagonista regresa a Veracruz enfermo; medita sobre el mapa de su vida, que, tras incorporar todos los elementos, le resulta indescifrable –como la teoría de la asimetría–  aunque guarda la esperanza de una justificación.

Finalmente, en el cuento «Nocturno de Bujara», el narrador rememora durante un viaje al Asia Central una historia sucedida veinte años atrás, cuando él y un amigo, en un bar de Varsovia, inventan historias tenebrosas acerca de Samarcanda, para intrigar y hacer callar a una italiana «neurótica, amarga y rapaz», una pintora llamada Issa que los importunaba permanentemente con sus desdichas amorosas: «[…] comenzábamos a divagar sobre la sacra, misteriosa y opulenta ciudad de Samarcanda. […] Lo que en realidad importaba era que ella no hablase, mantenerla en silencio el mayor tiempo posible».

Piensa que en realidad le tendrían que haber recomendado ir a Bujara, “uno de los ombligos del mundo”, por el asombro y magia que desprende; ya que “Cuando hablábamos de Samarcanda lo que de alguna manera se bosquejaba en nuestra imaginación era la otra ciudad”. No sólo se suplanta una ciudad por otra, sino que el narrador no la identifica cuando contempla sus postales, “no reconozco del todo esos lugares; pude o no haber estado en ellos”.

Entre todas las extravagantes invenciones que le cuentan a la pintora, recuerda la historia fantástica sobre lo que le acaeció a un pianista húngaro, Feri, en una imaginaria Samarcanda.

Comenzamos a hacer uso de toda la utilería que yace en nuestros desvanes cuando tratamos de referirnos a ese tipo de sitios, mezcla de lugares comunes, de visiones fáciles, de imprecisiones que confunden el Cáucaso con Bizancio, Bagdad con Damasco, el Cercano con el Lejano Oriente, y a hablar de príncipes yajutios y samoyedos, de ritos bárbaros y refinamientos atroces que tenían por escenario Samarcanda...

Le contaron que Feri asistió a una fiesta en casa de una de las familias más antiguas del mundo. Sentado junto a una princesa, come suculentos manjares, bebe aguardiente y se embriaga. En tal estado, observa los gestos atentos de la joven que lo acompaña, y los ojos y los dientes de los comensales. Lo último que recuerda de la cena es un aullido salvaje, “arcaico”. Cuando despierta, está completamente manchado de sangre y lleno de heridas, y se escapa envuelto en una sábana. El relato concluye con el regreso de Feri a Polonia, donde se pierde en un mundo de elixires y placeres.

Issa juzga tan delirante relato como una “sarta de disparates”, pero a los pocos días sale –según dice– con destino a Samarcanda.

El narrador, que espera en el aeropuerto de Bujara su vuelo a Samarcanda, “junto con la horda rubia” de turistas alemanes, advierte que él tampoco recuerda nada de lo que cuentan sus compañeros de viaje sobre lo acaecido la noche anterior, durante una ceremonia nupcial, como si: “se me hubieran borrado datos esenciales que sólo reconstruía, y eso imprecisamente, al escuchar la narración”. Lo que le cuentan de esa noche guarda paralelismo con las historias inventadas para Issa por su truculencia (sonidos de trompetas y tambores, masas que rugen y danzan enloquecidas, embriaguez):

Al narrador, al recordar las mentiras que contaron a «aquella pintora fastidiosa, prepotente y ridícula», lo invade una sorda culpa. Se pregunta si Issa visitó Samarcanda y supone que quizá viajó a Bujara, y fue allí donde perdió la razón:

Parecía que una madrugada había sido hallada en una de esas ciudades asiáticas que había visitado, envuelta en una sábana y con el cuerpo totalmente destrozado, como si una jauría de animales la hubiera atacado y mordido […]. Nadie entendía de qué hablaba. Introducía frases muy raras en la conversación en quién sabe qué lengua.

La mujer fue internada; y después trasladada a Italia, donde perdieron su rastro.

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Como hemos visto en esta lectura, los relatos de El vals de Mefisto muestran una común voluntad de mascarada, de levedad, de fingimiento carnavalesco. Sus personajes, inconsistentes, resultan arrastrados por tramas que no dominan, por lecturas o historias que los subyugan. Son disgregados por el olvido, la avidez, la ensoñación, el deseo, la culpa y la mentira (especialmente en la forma de representación para otros). Como decía Schnitzler en las palabras finales de Paracelsus: «Confluyen y se confunden el sueño y la vigilia, / la verdad y la mentira. En ninguna parte existe certeza. / No sabemos nada de los demás ni de nosotros mismos, /simplemente jugamos...»  

La obra de Pitol muestra cómo, bajo el disfraz, los personajes sobrellevan esa tragedia; sobre todo debida a la futilidad y el vacío, a las naderías en que transformaron sus vidas, a la profunda incomprensión del sentido de su existencia, que sucesivamente se metamorfosea y se les escapa. Y para guarecerse pergeñan historias, teatro, una falsa memoria.

Decía Hermann Broch que en la Viena de fin de siglo se impuso «el cinismo descarado del puro divertimento, esto es, puramente decorativo» y que su vehículo idóneo fue el vals y la opereta cómica creada por Strauss, como una depurada ornamentación del vacío, donde bajo la máscara la realidad y la ficción son monedas de cambio. De esas aguas fue a beber Pitol para su comparsa de seres envueltos por el vértigo de un endiablado vals.