Hasta ahora yo he defendido que, supuesto el imposible de que pudieran separarse, el contenido es superior a la forma. Y, por tanto, preferible y más digno de consideración.

            Sin embargo, mi hija no muestra el menor interés en que le pongan los pantalones o los calcetines, sino en que se los deje sobre la cara para que ella se los quite y se los volvamos a poner. Del mismo modo, se desinteresa por la extraña operación de meterle la camisetita por la cabeza y los brazos; en cambio, se vuelve loca de contenta y se ríe si, antes de estirársela sobre el cuerpo para abotonársela debajo, le hago cosquillas soplándole el ombligo. Con casi todo ocurre igual. El juego, el humor, lo inesperado, la novedad son con mucho más deseables que los hábitos forzosos cuya importancia su madre y yo no dejamos de demostrar con nuestras repeticiones. (Ese dejà vu en que consiste criar a un bebé.)

            Por ahora, sólo el biberón de la noche y de la mañana no admiten bromas ni dilación. Pero ya me han advertido que ni siquiera el alimento será imprescindible –no sólo de pan–; que espere a ver de lo que es capaz cuando aprenda a coger ella sola la cuchara, el plato, el tenedor y el puré de verduras, incluso todo al mismo tiempo. 

  

 (27 febrero 2010)