Hacinados sobre cubierta, el cuerpo carcomido por el salitre, los labios llagados. Algunos todavía tenían ánimo de barajar los naipes, de tirar los dados. Otros, deliraban con los pañuelos mojados en la cabeza, calcinados de horas con el sol a sotavento, con el sol a barlovento. Envueltos por el murmullo incesante del batir de las olas contra el casco. El corazón traspasado por el frío de la muerte. Agua que reflejaba el agua.  Con alucinaciones donde veíamos islotes, casas, empredrado, la plaza del pueblo, una romería.

Ya no podíamos. Cada vez costaba más encontrar a quien quisiera subir al palo mayor a desquiciarse los ojos para ver una señal. Un día, además de sirenas y delfines que acompasaban el ritmo de la nave, que nos acompañaban de a ratos y luego se perdían en la lejanía, vimos un batiburrillo de ramas con pétalos pegados, como una corona que nos daba el mar. El primero que la vio no dijo nada, pensando que era otra travesura de su delirio. Pero la vio otro, y otro más, y nos pegamos a la borda queriendo esperanzarnos. El grumete trepó a la cofa y se quedó allí cuatro días con sus noches, intentando ver. Sólo nos pedía agua dulce. Fue el primero en discernir, entre tanto aire, ráfagas con otro olor, a flores, a maleza, a lluvia terrenal.

Una madrugada nos sorprendió dormitando sobre cubierta, empapados con el rocío con que nos bañaba la luz lunar. Fue cuando gritó.



[«Tierra», premiado por el programa La bañera de Ulises, de Radio 3 y Radio Exterior de España, 2003, e incluido en Por favor, sea breve 2. Antología de microrrelatos, edición de Clara Obligado, prólogo de Francisca Noguerol, Páginas de Espuma, 2009, pp. 33-34].