V.     

    Esta historia de ingenio y cólera que traté de cantar, Oh Musa, no es nueva y ha sido contada muchas veces, pero eso no significa que no deba volver a contarse. Los nombres de los hombres se olvidan y ya sólo recordamos las palabras con las cuales contamos las historias que los hicieron estar vivos. Cuánta anécdota mercantil disfrazada de Historia nos invita a recordar el nombre de Elon Musk. Sin embargo, ninguno sabemos el único nombre importante de la noche en la cual Crew Dragon surcó la noche: el nombre de un hombre con zapatillas de futbol sala gastadas que quizás jamás ha jugado al fútbol sala, sumergido, como si afrontase una cruel prueba o capricho de los dioses antiguos, en un contenedor de basura. Contar las historias puede hacer revivir los nombres. Pronunciar los nombres puede hacer vivir a los nombres que llevaron esos nombres de nuevo. En la madrugada cuando paseo al perro por la playa el amanecer me trae siluetas de cóncavas naves negras, y esa similitud aprendida en textos lejanos me devuelve a hombres llamados Aquiles u Odiseo, al hombre o los hombres llamados Homero, pero sobre todo a otros muchos hombres que han sido borrados y barridos del relato, que han sido arrojados a albañales y contenedores para que algunos que seguimos hambrientos de historias acerca de la dignidad humana rebusquemos cada día en esos contenedores. Aquellas cóncavas naves negras ahora escupen gasoil desde motores ruidosos y pescan quizás furtivamente los chanquetes que los ricos comen a escondidas, y yo las miro en la madrugada mientras comienza a incendiarse el cielo y comienzan a incendiarse las ventanas de las casas de veraneo, y pienso en los griegos que fuimos y que hemos dejado de ser, en cómo de modo miserable hemos pasado de ser argonautas a astronautas. Alguien debiese preguntarse por los nombres de los hombres que remaban contra la corriente en esas negras naves cuya curvatura rompía y sigue rompiendo el encefalograma plano del horizonte. Nadie recuerda y no sé si alguna se supo el nombre de ese hombre que tira de un carro de la compra en el que no hay nada comprado sino recogido, casi robado a la violenta noche del capitalismo la noche en que Elon Musk seguro que había cenado alguna exquisitez orgánica y sostenible para celebrar la llegada de la transferencia, un pago quizás por Paypal que él mismo Elon al parecer también fundó, con el pago del alquiler de la NASA. 


    Yo cuento esta historia, esta historia que ya ha sido contada, que ya estamos hartos de oír y que, seamos sinceros al menos con nosotros mismos, ya no nos impresiona, una historia que devino insignificante, la historia del hambre de los hombres, la historia de toda la oscuridad que siempre rodea a los hombres, para que cuando de nuevo Elon Musk salga en las noticias, cuando alguien se asombre de que un hombre alquile una cápsula espacial o un cohete o haga circular un camión gigantesco que circule eléctrico, solo y silencioso como un fantasma con una sábana de hierro, cuando oigamos de nuevo el nombre de Elon Musk no pensemos en que es posible viajar al espacio como la haría un turista japonés a Málaga en un crucero que lo trajese desde Venecia, sino que pensemos en que alguien cuyo nombre, tras una larga y pronunciada caída en el pozo ciego y sin licencia de la Historia, ha sido borrado al final incluso por él mismo, por su vergüenza y su pobreza, y varado en toda esa tristeza sin epopeya ni mítica, sigue aguardando a que se vaya el reponedor del supermercado al que por turno le ha tocado vaciar la basura, aguardando que el hombre de uniforme se dé la vuelta para poder sumergirse en bolsas de restos que alguien podría incluso pegar en un lienzo tras un potente discurso intelectual y ofrecer al mercado del arte como una crítica artística de la deshumanización y el capitalismo salvaje, una obra que compraría carísima el Centro George Pompidou de París. Si Elon Musk supiese que su nombre será recordado por asociación al de un hombre cuya dignidad y cuerpo agonizan quiero pensar que seguro que cogería todo ese dinero del arrendamiento de la cápsula Crew Dragon que la NASA le ha transferido y correría a darlo a ese hombre. Yo estaría de nuevo una noche caminando rutinariamente tras mi perro, y vería entonces a Elon Musk delante de mí tirando de un carro de la compra lleno de dinero que daría a ese hombre; el hombre sorprendido miraría silencioso y deslumbrado a Elon Musk, como si estuviese frente a alguien con el don de hacer milagros. Y digo Elon Musk porque resulta más fácil hablar de Elon Musk que del hombre que se apodera de las plusvalías de mucha de la ropa que llevamos puesta en este auditorio, e incluso más sencillo que hacerlo de cualquiera de nosotros. Y bueno, a saber qué sucedería si una noche al cruzar mi perro y yo una calle y alcanzar la otra acera tuviésemos delante de nosotros a Elon Musk, a quien nunca he visto los pies ni sé qué zapatos calza ni si le gusta el fútbol sala. Si yo reconociese a Elon Musk en esa noche imposible miraría al perro y tensaría mi brazo con fuerza, casi como si estuviese remando en una nave negra y cóncava que parte en dos el horizonte incendiado del cementerio Mediterráneo, preparado para clavar los pies en el suelo cuando llegue el tirón repentino, ya que he descubierto en mi perro un hábito constante: ladra a la gente que parece normal, que parece ociosa, que pasea o veranea, que parece hasta exitosa, les ladra bronco, como quien labra en la tierra reseca un cerco, pero nunca ladra a los que caminan olvidados, a los que rebuscan en los cubos de basura o duermen en soportales, en cajeros, en hamacas de playa. Quizás la única verdad de todo este relato sea eso que dicen; que perros y dueños acaban, en algún momento, pareciéndose.


Para Cristina Consuegra y Eduardo Conde.