III
No sé qué cenaría Elon Musk esa noche en que la Crew Dragon, esa maravilla tecnológica privada, subía hacia el espacio señalando el camino en la oscuridad como el dedo de un dios algo aburrido. Quizás Elon Musk cenó algo orgánico y biológico y muy caro también, tan caro como la Crew Dragon, alguna suerte de alimento tecnológico contemporáneo para hombres visionarios como él, esos nuevos alimentos raros y milagrosos como el propio Elon, el niño que había vendido su primer programa informático con 12 años. Bayas orientales, carnes orientales, musgo marino, minerales sintéticos, todo ello de un irreal y científico aspecto ante el cual los impulsos de comer no pueden refrenarse. Elon Musk cenando ante una pantalla descomunal llena de datos y cifras que van cambiando sin cesar y que pretende anticipar el futuro a quien sepa leerla. Elon Musk cenando solo, el hombre que tiene cinco hijos pero apenas tiempo libre para pasarlo con ellos, porque mover a un hombre más de quinientos sesenta kilómetros por Hyperloop en treinta y cinco minutos exige dedicar a ese milagroso empeño todo el tiempo de que un hombre disponga, incluido el que cualquier hombre vulgar, cualquiera que no hubiese creado un superdeportivo eléctrico, dedicaría a sus hijos. He visto algunas fotos de Elon Musk, pero no he visto nunca los pies de Elon Musk, no sé qué tipo de zapatos o zapatillas suele llevar. Mi perro, que caminaba silencioso tras el hombre con zapatillas de fútbol sala, ya había cenado esa noche un cuenco de pienso orgánico. De pronto delante de nosotros el hombre de las zapatillas de fútbol sala casi se detuvo. Con movimientos apenas perceptibles, silencioso como un objeto que flota en el espacio, así de ingrávido casi, descendió de la acera como un cazador furtivo y quedó, con su imposible combinación de cuadros y cuadros, detenido, casi sumergido entre dos coches aparcados. Pasé de largo junto al hombre que llevaba gastadas zapatillas de fútbol sala mientras el perro giraba la cabeza hacia él y yo lo hacía también pero muy levemente, intrigado por ese cambio de dirección repentino y por el lugar en que había decidido quedar casi varado. Pasé de largo y la acera se ensanchaba al final, tras varios metros y varios coches más, y en el ensanche de esa acera llegaba como una ola espesa y sucia un paso de peatones, y por el paso de peatones un hombre con un uniforme cruzaba empujando un carro grande y plano de transporte como los que se usan para reponer en los supermercados. Que lo hiciese entraba dentro de cierta y obvia lógica, porque el hombre llevaba el uniforme de empleado de un supermercado cercano. Mi perro pegó un tirón al oler los restos de comida y trató de ir hacia el hombre y yo tiré de él para evitarlo y entonces nos quedamos inmóviles, mis músculos contraídos y alerta y también los de mi perro, formando así el extremo de un tensor que en la noche unía al hombre con uniforme de supermercado con el hombre con zapatillas de futbol sala.




IV

Me pregunto qué cosas del futuro podrá ver Elon Musk en esa pantalla planísima frente a la que cena solo cada noche. Estoy seguro de que en noches similares a esa en la cual la Crew Dragon voló al espacio por vez primera Elon Musk vio cosas del futuro colectivo de la Humanidad, que él seguramente cree que será técnico y alejado de nosotros. Ya vio de qué modo la gente iba a pagar en el futuro que ahora es hoy; vio que los coches no llevarían ya gasolina sino que matarían silenciosa y un día también autónomamente; hasta vio que quizás ni hiciesen falta sus caros coches eléctricos si nos metía en una cápsula dentro de un tubo para, jugando con las presiones, llevarnos supersónicamente de una ciudad a otra. Es bueno para todos que Elon Musk haya visto todo ese futuro, pero quizás ha olvidado mirar el presente, ese presente que se derrite y cae al suelo en sucias gotas tras su pantalla infinita como lo haría un helado un día de terral. Elon Musk sentado ante sus copos tecnológicos bendecidos por seis nutricionistas de Stanford University sin ver que en la noche lejana, no espacial sino terrestre, mi perro contempla al hombre del supermercado que empuja un gran carro hasta dejarlo frente a mí. No ha ladrado mi perro al hombre de uniforme, sólo amaga tirones mientras el hombre primero coloca decenas de cartones junto al contenedor azul. Después comienza con esfuerzo a sacar de cajas grandes bolsas transparentes llenas de otras bolsas de colores, que va metiendo con desgana en el sucio cajón gris metálico que mantiene abierto con el pie calzado con calzado reglamentario. El perro olisquea y lame el suelo junto a nosotros, pero como yo no puedo hacer eso me quedo en la sombra del extremo de la calle, contemplando la operación de vaciado de restos y cómo de nuevo el hombre de uniforme pliega las cajas que contenían las bolsas de restos, de comida desahuciada por reglados motivos sanitarios, y deposita los cartones junto a los anteriores. Doy unos cuantos pasos hacia la sombra para dejar que el perro marque un arriate, mientras el hombre de uniforme salta de nuevo al asfalto aguado empujando, con la misma desgana y falta de fuerza que si estuviese lleno, el carro aliviado de peso. Se aleja el hombre hacia el supermercado y yo me quedo aún allí, el perro husmeando, roto el tensor, desplomada la bóveda de la noche, y entonces el hombre de las zapatillas de fútbol sala gastadas regresa a la luz escasa que filtran las copas de los eucaliptos y avanza, despacio y oscuro, por la acera. No veo su cara y no estoy seguro de que sea por su postura cóncava y sombría; no estoy seguro de que el hombre tenga cara. Arrastra por la acera pies y carro, y entra en la isla, la sucia isla ecológica. Tiro del perro y me sumerjo aún más en la oscuridad del final de la calle; el perro no se altera y me deja tirar de él y sigue a lo suyo en el radio flojo de la correa, lamer, olisquear. El hombre pisa la barra que abre el contenedor a la vez que deja sin su mano el carro de cuadros, y pienso en ese momento que no habría creído capaz al hombre de pisar de ese modo y hacer funcionar el mecanismo, como quien pisa un planeta inexplorado por vez primera. El perro entonces levanta la cabeza ante el ruido seco y metálico de la chapa deslizada y se hace estatua, es muy hermoso mi perro, la silueta de mi perro recortada en la noche estrellada en la que la Crew Dragon sube y sube vibrando también hermosa como una antorcha que ardiese en los salones del palacio de Agamenón. Junto al hombre, a la silueta oscura del hombre, el contenedor se alza ahora casi gigantesco.



Nada de lo que yo cuente será nuevo, como no son nuevas las luces lejanas en la noche que creemos estrellas, ni los hombres milagro, ni el silencio oscuro del espacio, ni el amor a los hijos desahuciado por las guerras de sus padres. El hombre alzó las manos como quien lanza una arenga y las sumergió en el contenedor, y comenzó a sacar de él las bolsas que antes había metido el hombre de uniforme. Las sacaba con facilidad, como si no pesasen, como si bajo el abrigo de cuadros difícilmente combinable con los cuadros del carro que ahora a la luz, suelto de la mano del hombre, podía ver que estaba tan gastado y seguro que tan sucio como las zapatillas de futbol sala, el hombre oscuro y con la cara borrada por la sombra guardase la fuerza imposible de un semidiós, como si estuviese ante un héroe castigado por las bromas de los hados cuyo nombre ya no se canta, como si lo que yo estuviese contemplando desde la sombra no fuese un horror sino un privilegio. Con las bolsas en el suelo el hombre dejó caer la tapa del contenedor, e inició su tarea de búsqueda. Extraía, miraba, valoraba, todo con la velocidad de un semidiós o de un huido. Con la velocidad de la humillación y la vergüenza iba dando forma al carro que hinchaba su piel de cuadros sucios. No podría decir cuánto duró aquello, pero sí me atrevería a decir que muchas estrellas murieron a lo lejos y su brillo se extinguió para siempre sin dejar memoria alguna, como una antorcha que consumida cae al suelo en un frío salón abandonado. Entonces el hombre pisó de nuevo la barra de apertura, y comenzó con cuidado a meter en el contenedor las bolsas aliviadas de su sanitaria caducidad administrativa, aliviadas de lo que aún podía transportar algo de vida a quien ha sido obviado, tachado, barrido de la vida. Dejó caer la tapa como quien en una carta de despido o desamor clava un punto y final. Tomó el carro, y tan despacio como antes se había acercado comenzó a alejarse arrastrándolo por la acera, arrastrando también los pies con unas zapatillas de futbol sala gastadas que quizás no había gastado él. No se oyeron gritos ni se oyó música, porque en el espacio inmenso y negro la música no se percibe, queda de ella apenas una vibración, un traqueteo como de un carro de la compra que alejándose rebota a veces en una acera cuyas losetas han levantado y partido las raíces de los eucaliptos. Algo cayó de una aleta de mi nariz a mi labio, o quizás cayó del cielo; me parece mejor pensar que hubiese caído del cielo, una gota de orina no reciclada desprendida de un tubo defectuoso de la Estación Espacial Internacional que imposiblemente no se hubiese evaporado al entrar en la atmósfera y llegase mecida por los cambios de presión a mi labio. Elon Musk había cenado, mi perro había cenado, y yo no cené, no tenía hambre o se me quitó el hambre o se me revolvió el estómago la noche en la cual la primera cápsula espacial de pasajeros privada, la Crew Dragon alquilada por la NASA, trazó un negro y curvo camino en el cielo.

(Continúa)