Marilyn
Frye, 1983, The politics of reality.
Essays in Feminist Theory.
¿Es
el deseo de los hombres hacia otros hombres el gran preservador de las
jerarquías masculinistas de la cultura occidental o, por el contrario, una de
sus mayores amenazas? Así se interrogaba en 1990 Eve Kosofsky Sedgwick en su ensayo Epistemología del armario, cuando emprende el análisis de ese
magnífico relato sobre la homosexualidad que es Billy Budd el gaviero, la nouvelle
que Herman Melville dejó inacabada en
1891.
Vamos
a intentar dar alguna respuesta a su pregunta aquí.
En
Billy Budd el deseo homosexual reprimido de John Claggart hacia el bondadoso y
bello Billy lo empuja a acusarlo falsamente de traición, y a que la ira del
joven tartamudo y su dificultad para usar las palabras, le conduzcan a un
desenlace fatal. La paranoia de Claggart, que ve motines donde no los hay, es
hija de su represión, advierte Kosofsky. Por otra parte, todos los marineros de
la tripulación parecen tener impulsos homoeróticos hacia Billy Budd, aunque
ninguno de ellos podría reconocerse en estos impulsos, como es fácil suponer.
Es
fácil observar que el interés de la mayoría de los hombres educados en el
patriarcado ha sido siempre homosexual, interhombres, pues las mujeres carecemos
de valor para ellos, somos mera naturaleza, presencia pura, un objeto de deseo
al que ni siquiera, como afirmaba Aristóteles,
se le suponía un alma. La universalidad de la homofobia quizás tenga que ver
con la represión de este deseo homosexual que el patriarcado ha reprimido y que
se ha sido sublimado en la cultura: el amor de los hombres hacia otros hombres
se ha convertido en camaradería y reconocimiento entre iguales. La homofobia
sirve, pues, para alejar del interior de cada hombre ese deseo homoerótico y
convertirlo en fraternidad, en una clara transformación en lo contrario que ya
describiera Freud como mecanismo de
defensa: la formación reactiva.
Este
exclusivo interés que manifiestan unos hombres hacia otros en casi todas las
facetas de la vida, algo que podría parecer cosa de otros tiempos, tuvo hace
unos pocos años un ejemplo muy comentado en los medios. Se trata de la
entrevista que la escritora estadounidense Siri
Hustvedt realizó al entonces encumbrado novelista noruego Karl Ove Knausgård, autor de seis
novelas de autoficción en las que, mientras contaba minuciosamente su vida, iba
mostrando sus preferencias literarias. Cuando Hustvedt le preguntó por qué,
entre todos los escritores que citaba en la novela, solo aparecía una mujer,
Knausgård le contestó: «No son competencia», lo que en el inglés original
sonaba aún más contundente: No
competition.
Las
mujeres no somos competencia para los hombres, pues ellos se miden entre ellos.
El patriarcado se sustenta en ese amor de unos hombres hacia otros, en el
interés que se despiertan mutuamente desde la infancia. Ellos se leen entre sí,
se citan, se encumbran, se eligen, se admiran, compiten, en suma, y nosotras,
las mujeres, somos solo las espectadoras de ese combate amistoso. Nuestra liga
no es la misma que la suya, porque no nos reconocen como iguales.
Veamos
otro ejemplo más reciente. Cuando hace unas semanas Rafa Nadal ganó su decimotercero Roland Garros, la prensa no se
cansó de repetir que Nadal había igualado los veinte Grand Slam de Federer, sin tener en cuenta que la
tenista Margaret Court había logrado
24, Serena Williams 23 o Stefanie Graf 22. Pero, a juzgar por
ese olvido, está claro que ellas juegan en otra liga que, por fuera de toda
lógica, sus hazañas no tienen la misma importancia para el tenis mundial que
las de los hombres. ¿Por qué? Si no supiésemos lo que sabemos, si fuésemos
alienígenas recién llegados a esta Tierra nuestra, ¿no nos parecería muy
sospechoso este ninguneo? ¿Acaso el esfuerzo de estas tenistas es menor? ¿No se
trata del mismo deporte, de las mismas reglas de juego? El diario deportivo Marca afirmaba en un titular: «Nadal, el
mejor de la historia». ¿Dónde están ellas en este recuento? ¿En otro planeta?
Los
académicos proponen candidatos masculinos en la Academia española, y en la
suiza, que otorga los premios Nobel, salvo escasísimas excepciones, sucede otro
tanto; todas las instituciones se reproducen a sí mismas apoyándose en esta
fratría homoerótica: los hombres se promocionan porque se aman entre sí,
ignorando a las mujeres, que no son interlocutoras para ellos. Ni siquiera la
Ilustración nos tuvo en cuenta; ni tampoco la Revolución Francesa, toda la
historia de Occidente está preñada de desigualdad porque los hombres se aman
entre sí. Algunos hasta se masturban juntos en ritos de paso que van mucho más
allá de la adolescencia, violan en manada porque lo que les importa no es la
mujer, sino su orgiástico placer homoerótico, sus miradas de reconocimiento
mutuo mientras follan, el espectáculo de su deseo promiscuo, en definitiva, su
escasamente reprimida pulsión homosexual. ¿Ustedes no han sospechado nunca que
el placer de esta violencia sexual en grupo se encuentra, precisamente, en el
espejo del otro masculino?
Cuando
durante esta pandemia que ha trastocado el mundo se organizan foros donde se
pide la opinión de los expertos, la aparición en ellos de alguna mujer es
siempre anecdótica. Estamos asistiendo a un retroceso en la igualdad como no ha
habido en los últimos años. Un reciente titular de La Voz de Galicia decía: «Las mejores mentes reflexionan desde A
Toxa sobre la respuesta a la pandemia». Por fortuna ha sido ampliamente
criticado en las redes, ya que de las cuarenta 'mejores mentes' convocadas,
solo cuatro eran de mujer. Esta es solo una muestra de lo que nos rodea. Cada
vez que las mujeres toman la palabra y la calle, o se incrementan sus cuotas de
poder, se levanta una reacción misógina para intentar devolverlas al silencio,
al hogar, a la otra liga, tal y como advertía Susan Faludi; la crisis sanitaria es una oportunidad para intentar
volver a retirarnos de la esfera pública otra vez.
Digámoslo
alto y fuerte: el patriarcado se sostiene porque los hombres no han dejado de
mirarse entre ellos, porque, como nuestras hijas jóvenes han observado con
agudeza: las mujeres hemos hecho nuestros deberes, nos hemos alfabetizado a
pesar de negarnos durante siglos el acceso a la instrucción, hemos vencido
resistencias, nos hemos cualificado mejor que ellos; ahora les toca a los
hombres hacer su trabajo.
Y
su trabajo es titánico: consiste en abrir los ojos y cambiar su forma de
observar el mundo, en mirar a las mujeres reconociéndolas con el mismo respeto
que reconocen a otros hombres. Se trata de un trabajo difícil porque el campo
de batalla es ubicuo e impreciso, tanto que a veces ni ellos mismos pueden
localizarlo, y se pierden, se extravían, pues la inconsciencia es un atributo
de este amor homoerótico que les une desde la prehistoria, y que deben, de una
vez por todas, interrogar.
Volviendo
a la segunda opción de la pregunta inicial de Eve Kosofsky, ¿amenaza el deseo
de los hombres por otros hombres la jerarquía masculinista?, deseamos
sinceramente que así sea, que la revolución de las mujeres haya convertido esa
fratría masculina, ese lobby y su
ejercicio centrípeto de poder, en una auténtica amenaza que acabe para siempre
con la injusta e intolerable dominación masculina.
1 Comentarios
Buenisimo. Gracias,Lola.
ResponderEliminarComentarios con educación y libertad