La cultura proporciona momentos inolvidables y despierta en nosotros una percepción de experiencia vívida y compartible que, después de todo, suele diluirse en soledad, cuando rumiamos lo que nos hubiera gustado gritar a los cuatro vientos. «¿No veis esto que yo veo? ¿Podríamos hablar de ello, conversar sobre ello?» Solemos terminar hablando con nosotros mismos, claro. A veces esta es la más fértil conversación. 
    Escribir es un sucedáneo de conversación, un trampantojo de comunicación que nos hace creer que salimos de nuestro mundo y que los demás nos entienden, que atienden a lo que decimos, que ponen un oído en esas palabras que, a duras penas, lograrán reconstruir ese momento que, al vivirlo, nos pareció esencial. 

Lo sucedáneo no es falsedad, ni fraude ni ficción: es otra cosa, la pintura degradada de un color que brilla menos, pero sigue siendo pintura, imagen y significante.

Durante el año pasado hemos vivido la cultura como nunca lo pensamos ni quisimos y las butacas vacías de los teatros, las pantallas oscurecidas de los cines, como el telón definitivo de un no futuro posible, los grandes lienzos en las salas vacías de los museos, como bellos paneles ilustrativos de la nada, han sido —lo son aún— un recordatorio de lo efímero de la belleza. Sabíamos que todo lo que está puede no estar, creemos en la desaparición. Por el miedo a la desaparición el ser humano ha creado el arte, pero nos aterra la encarnación del vacío cuando no desgarra y lacera únicamente la carne viva de las personas, sino cuando también lleva hacia las sombras la carne viva de nuestra fantasía. Con teatros y cines cerrados, con museos en la oscuridad, con provincias acordonadas sin que podamos viajar desde ellas a otros lugares para visitar exposiciones y nutrirnos de cultura, somos conscientes de cuántos momentos, que podríamos haber compartido, se han perdido para siempre, como el replicante recitaba.

A cambio, forzados por la pandemia a travestirnos de anacoretas, no tenemos más remedio que vivir con nosotros mismos esos momentos de goce que regala la cultura. Pienso en muchos ancianos que, aislados durante meses, han encontrado, en libros reabiertos y en la inmensa oferta audiovisual a la que podemos acceder a través de televisiones y ordenadores, consuelo para la desazón, la preocupación o, simplemente, el miedo. 

De forma bella lo define el Covarrubias: momento, del latín momentum, es lo momentáneo, lo que dura muy poco. No le desmerece el primer diccionario de la Academia. En 1734, habla del «mínimo espacio en que se divide el tiempo, y lo mismo que instante». Espacio y tiempo relacionados en la más pequeña unidad de sentido. 

Nuestra vida es un momento que va a dar a la mar. Quien no lo sabe, lo sospecha. Y el virus, microscópico y letal como el poso de los mejores poemas, quizás despierte nuevos afectos hacia el arte y la cultura. Tal vez quien lo hubiera olvidado, por las circunstancias de la vida y las muchas distracciones, repare en que somos, como titulaba Rafael Argullol, cazadores de instantes. Ninguna actividad humana, salvo el sexo y ciertos afectos, puede regalarnos momentos tan brutalmente intensos como la contemplación de arte, la degustación de cultura. Un virus vive de devorar las fuerzas de su huésped y, cuando fracasa en su labor, se lleva al huésped por delante y, kamikaze, muere con él. La plenitud de la cultura también es devoradora, pero tiende hacia un infinito gozoso, y jamás lleva a la muerte. En todo caso, acompaña en el largo camino hacia ella. 

Van Gogh pintó en Arlés muchos de sus mejores cuadros enfrentándose al mistral que soplaba durante días en invierno y primavera. Es inimaginable el esfuerzo físico que, a aquel hombre desnutrido y solo, anhelante de amor, le requería cada una de sus obras. Colgaba piedras del caballete, se agarraba a él para que el viento no lo volara, amarraba los lienzos. Le escribía a su hermano Theo: «Ya te he dicho que siempre tengo que luchar contra el mistral, que impide absolutamente dominar la pincelada. De ahí la aspereza de los estudios». Pero no dejó que los impedimentos climatológicos, la miseria, el hambre, la enfermedad, se apropiaran de su arte. Cuando vemos los cuadros pintados en esas condiciones no vemos esas condiciones, sino momentos absolutos de esplendor. 

No fue casualidad que el mismo año en que acabó la segunda guerra mundial Charlie Parker compusiera, a ritmo de blues, «Now’s the time». En El perseguidor, de Cortázar, ese personaje que era y no era Parker se enfurecía y se ponía agresivo: «esto lo estoy tocando mañana». Porque un buen músico, como el amante de la cultura, así, a lo ancho, sabe que no se trata de tocar mañana sino que now’s the time. Seguir buscando esos momentos, fuera del microscopio de los males atenazadores, es nuestra obligación y será también nuestra medicina.