Lo bueno que tiene la necesidad de crear es que llega un día en que esa necesidad se va al traste de manera definitiva. El artista mira a su alrededor y alcanza milagrosamente a desentrañar esta verdad: para qué demonios va a seguir llenando el mundo con sus locuras, qué gana con eso.

Por qué no habría de sobrevenir el momento liberador de poder gritar hasta aquí hemos llegado, ya está bueno, se pregunta ilusionado en el fondo el artista, así a menudo le resulte imposible procurarse una respuesta coherente y satisfactoria porque algo innombrable y enigmático le obliga a seguir trabajando de continuo, a ponerse cada dos por tres de nuevo a la tarea, aun sin querer. Lo reclaman siempre el barro informe sobre el torno, la madera por desbastar, los metales dormidos, un manso recipiente con tinta violeta, seis estirados pellejos de timbal, el ojo trastornado de una cámara, el metrónomo con su hipnótico vaivén...

Y resultan penosas, escalofriantes, algunas verificaciones, tomar consciencia de una pavorosa verdad escondida: escribir únicamente porque antes se ha escrito, eso es lo triste, pintar porque durante mucho tiempo se pintó, esculpir porque de toda la vida de Dios nos dio por la escultura, crear otro nuevo personaje porque del teatro vivíamos hasta ayer y ya no se sabe hacer otra cosa. Asusta pensarlo, la verdad. Hay algo de enfermizo en el afán de crear, sin duda. El creador, el artista, es un ser que está loco, un poco loco por lo menos. Es ésta la única certeza que debe caberle al artista, su argumento más cierto, el único que no tiene vuelta de hoja ni discusión.

Si los más reparan con pericia motos de gran cilindrada en el taller o recetan sin vacilar toda clase de ansiolíticos o se las manejan requetebién con las planchas industriales o friegan desmedidas columnas de platos en el restaurante chino o conducen un autobús urbano de esos dobles con fuelle en medio, y al final de cada jornada resulta que son felices muy felices, inmensamente felices incluso, ¿de dónde demonios le viene al artista la querencia envenenada de crear, la necesidad en el fondo bastante dolorosa de sacar continuamente de la manga los más peregrinos argumentos, de pasar todo el santo rato contemplando de soslayo la escurridiza realidad, buscando un nuevo ángulo a la mirada, el punto de vista insólito que permita enfocar de una vez por todas una obra grandiosa y definitiva? ¿No será acaso la mera necesidad de reconocimiento, la continua ración de cariño extra que busca con ahínco el artista testarudo, lo que mueve en el fondo a cada uno de sus actos creativos?

Pero ocurre siempre que mientras se formula una pregunta y otra y otra más, mientras nada entre las aguas densas de sus dudas y zozobras, mientras se engaña con sus medias respuestas, sin haberse hecho avisar le llega el instante en que ya lo tiene, el artista encuentra sin querer el disparadero para una nueva exposición, el trampolín para otra colección de cuentos, la nota azul que dé comienzo a ese arrebatador concierto que le hierve en la frente. Y ahí se pierde y se transforma, descubre su lado turbulento, su pequeño dios interior, ese que dará forma a una frenética constelación de nuevos mundos. Parece entonces que se desgaja de su otro yo gris cotidiano, repetido, previsible, para convertirse en un delincuente, en un tirano, en un ángel que le da alas, lo revive, lo saca del sopor, del tedio y la molicie.


Hay un papel blanco entonces, y no hay una cosa más bonita que un papel en blanco, toma el artista su pluma y con ella cubre de minúsculas manchas el papel, letras como hormigas detenidas, letras que dibujan un poema, la costilla de una historia. Y hay una vara de madera hueca y agujereada, una serpiente de no ser tan recta y estar tan quieta, el artista la sostiene entre sus manos, se la acerca a los labios, suspira, y sus golpes de aire acaban formando algo, una disonancia cruel, una melodía todavía difícil, una música embrionaria. Pero hay también unos pigmentos, aceites, aguas, inmóviles en sus recipientes, y no hay cosa más hermosa que esas pastillas de color quietas, secas aún, hasta que llega el artista y con su pelo arma un pincel, y con agua o lágrimas o sangre moja y mezcla los colores, los confunde, y al cabo esos trazos, esos perfiles, esas luces terminan por insinuar algo, por dibujar un mar, un sol acostado, la hipotenusa de una embarcación a la deriva. También hay varias medidas de barro, una suavidad marrón, húmeda, y no hay organismo más hermoso que esa arcilla quieta, olorosa, hasta que las manos del artista vienen raudas a suministrar unos empujes, giros y presiones, a sacarle unas curvas o brechas o agujeros, hasta que esas formas terminan por sugerir algo, un sentimiento disimulado, una pasión secreta, con las maneras primarias de un vaso campaniforme, de una neta y contundente teja, de una apretada diosa de la fertilidad...

Impresas, en audición, expuestas en la sala, pretenderán todavía las obras volver tímidamente a su origen, ser barro, metal, silencio, tinta, hoja blanca e impoluta, pero el pequeño dios que les dio forma permanece vigilante, acompañando al artista, aguantando el tipo a su vez, exponiéndose, para que sus obras también lo delaten, un poco exhibicionista, queriéndose señalar, que hablen de él, que lo quieran, lo odien o lo envidien o todo junto a la vez, dando la nota sin poderlo remediar.

Pasada la calentura se recluirá otra vez en los silencios y los blancos y lo informe, como si jamás hubiese roto un plato, sumiso, atropellado de vergüenzas en verdad —no se volverá a repetir, lo juro, palabrita—, mientras enseguida y por debajo trabaja ya en secreto el escarabajeo de la imaginación, las manos sonámbulas acarician nuevas formas, los labios silban al aire, el pequeño dios se endiosa de nuevo sin arreglo, como si no le bastasen aquellos mundos que creó o tuviera la intención de restaurarlos o de añadirles otros mundos paralelos, sin remedio ciertamente, prisionero el artista de ese pequeño gran dios que lo domina y lo aboca desesperado al perverso atolladero de la creación, jodido asunto que el artista no puede explicar, ni entender siquiera medianamente. El tan sólo se limita a tirar adelante como puede, a apechugar con lo que le toca: crear y crear y volver a crear.

Hasta que llegue lo realmente bueno que tiene la necesidad de crear: alcanzar ese día improbable en que la necesidad y su dios pequeño se vayan al trate y dejen por fin al artista en paz.

 

 

A Carmen y Pilar López Sánchez

A Pedro Nieto Nieto

 

 Las fotografías pertenecen a la obra de Carmen López, de la serie "Lo que  me rodea".


[Publicado en el catálogo de la exposición colectiva de ceramistas “Blanco”, Fundación Aparejadores, Sevilla, 2007.]