I

El día en que Elon Musk alquiló la primera cápsula espacial de pasajeros privada a la NASA un hombre caminaba delante de mí por una acera estrecha levantada por las raíces de los eucaliptos. También caminaba delante de mí mi perro. Miré al perro para asegurarme de prever su reacción, de que no pegase un tirón de persecución como hace algunas veces que nos acercamos a alguien, y vi que el hombre, que arrastraba un carro de la compra, arrastraba también los pies con unas zapatillas de fútbol sala. Pero ya os anticipo que el hombre no iba a jugar al fútbol sala; no porque llevase tras él un carro de la compra sino porque no tenía el aspecto de alguien que juegue al futbol sala y menos pasadas las 9 y media de la noche. Ese hombre y su carro de la compra habrían cabido en la cápsula Crew Dragon, la primera cápsula espacial privada de pasajeros, y también habría cabido mi perro, y también habría cabido yo, porque en la cápsula Crew Dragon propiedad de la empresa espacial Space X que es propiedad de Elon Musk, ese nuevo hombre milagro que al parecer de vez en cuando necesitamos como sociedad, caben hasta siete astronautas vestidos con hermosos y evocadores y algo vintage trajes de astronauta, trajes que estoy seguro que no combinan bien, y la estética significa ya más que la ideología y que la política, con zapatillas de fútbol sala. Me pregunto cuánto costará alquilar esa cápsula espacial y qué uso podría yo darle si pudiese pagar su arrendamiento. Por ejemplo, cómo sonará la música de mi amigo el músico Eduardo Conde o cualquier música en el interior de esa cápsula que aspira a poblar el espacio dibujando órbitas previo pago de un precio; si sonará allí la música parecida al modo en que suena la música en el interior de un auditorio, o será tan atronador y terrible el silencio exterior del espacio que cualquier música será allá lejos no más que el silbido metálico de un desconocido mecanismo hidráulico.


El perro no hizo gesto alguno al colocarnos caminando tras el hombre con las zapatillas de fútbol sala. A veces confunde mi perro la calle con un espacio que tiene la responsabilidad de guardar, y ladra a la gente de una manera algo bronca como quien labra un cerco en tierra seca, pero no ladró al hombre. Un hombre delgado que además de zapatillas de futbol sala vestía un oscuro pantalón estrecho y un abrigo de cuadros pasado de moda, y que arrastraba un carro de la compra también de cuadros pero, reconozcámoslo, en estos tiempos en los cuales la estética es más que todo porque es inmediata, y lo inmediato es más que todo, lo inmediato es estética y la estética es un estadio superior a la ideología y a la política, en estos tiempos, decía, los cuadros del abrigo del hombre, un abrigo que además le colgaba algo grande, no iban bien con los cuadros del carro de la compra, y desde luego, claro, con la idea de vestir con zapatillas de fútbol sala muy gastadas. Si el hombre no tenía el aspecto de ser alguien que jugase al fútbol sala quizás sería bueno preguntarse en qué horas del día o incluso de la noche ese hombre habría ido gastando esas zapatillas. De hecho sería bueno incluso preguntarnos qué carajo es el fútbol sala, por qué existiendo el fútbol alguien acaba inventando el fútbol sala; por qué de pronto la vida se refugia en un espacio pequeño, en una cápsula, como si eso que llamamos vida nos conformásemos con reducirla, con verla a inferior escala, lo que a veces se confunde con verla desde muy lejos, como si la vida estuviese por ejemplo en el espacio y diese vueltas allá lejos, sin nosotros. En el trecho en que caminamos tras el otro caben muchas preguntas que no hacemos en voz alta, preguntas que quedan flotando fuera como basura espacial, preguntas que no se responden nunca, y que puede que una mañana solar pierdan su orden y lugar orbital y caigan a la atmósfera y se extingan con un fulgor que a lo lejos acabaremos confundiendo con una invitación a la formulación de nuevos deseos. Me parece trágico que los deseos se sometan tantas veces a la advocación de basura incinerada, y casi aún más que mucho de aquello acerca de lo que nos interrogamos sólo tenga como destino ser eso, algo que flota, gira y desaparece un día con un fugaz brillo en el lejano espacio exterior de la memoria. Quiero todo esto decir, claro, que no me acerqué al hombre para preguntarle nada, sino que seguí caminando tras él, mirando cómo algunas veces se acompasaban las patas de mi perro silencioso y las zapatillas de fútbol sala gastadas.


II

No tenía yo hambre la noche en que la cápsula privada de Elon Musk voló en la noche redundante del espacio en dirección a la Estación Espacial Internacional, que a mí no sé por qué se me representa como los restos de un destino turístico de los setenta del siglo pasado. No sé si habrá alguien ahora mismo allá arriba, en la Estación Espacial Internacional, y ya que los hombres hemos soñado mucho tiempo con habitar el espacio, no sé si alguna de las personas que quizás ahora esté allí dando vueltas dentro del módulo habitacional soñará entonces con algo parece que ahora tan poco valorado como estar en la Tierra; si soñará con regresar cuanto antes a la Tierra, arrepentida esa persona de haber aceptado pasar un montón de meses haciendo experimentos aburridos en gravedad cero. Me pregunto si, por ejemplo mientras observa cómo cristalizan las proteínas en gravedad cero para mejorar la producción de gasolina, esa persona soñará incluso despierta con poder de nuevo levantarse de una cama en la cual habrá dormido sin atarse a ella, o con poder mear tras levantarse de la cama sin tener que hacerlo en un tubo aspirador. Esa persona seguro que conoce quién es Elon Musk, y qué milagros ha hecho Elon Musk por nosotros, pero quizás sería mejor que Elon Musk no supiese qué experimentos se hacen en la Estación Espacial Internacional. Porque Elon Musk vendió sus caros coches de gasolina para sólo conducir caros coches eléctricos Tesla y quizás Elon Musk, claro, tenga amigos influyentes en la NASA, los amigos que le han alquilado la primera cápsula espacial privada para transportar pasajeros fabricada como ensayo para transportar al espacio a una nueva civilización post humana. Si Elon Musk supiese que allá arriba, en su nuevo patio de juegos, se hacen experimentos para desarrollar mejores gasolinas, lo que va sin duda contra su negocio de coches eléctricos, estoy seguro que haría entonces que la persona que contempla la cristalización de las proteínas fuese fulminantemente despedida. No sé cómo se enviarán las cartas de despido a la Estación Espacial Internacional; quizás la Crew Dragon lleva ya dentro, en sus intestinos de leds, esa carta de despido fulminante por investigar sobre la gasolina cuando el futuro es ahora primitivo y vengativo y eléctrico. Cuando la Crew Dragon se acople sin ayuda humana a la Estación Espacial Internacional esa persona buscará en el correo recibido alguna carta amiga, incluso alguna carta de amor, porque aunque ahora ya no tengamos la obligación de escribirnos de ese modo no ha desaparecido la necesidad de hacerlo, la necesidad física del papel y la tinta, la necesidad de tocarnos aún como si siguiésemos siendo seres humanos. Cuando esa persona abra su correo y se encuentre allí con una carta de despido con efectos inmediatos no podrá hacer otra cosa, hasta que la Crew Dragon la devuelva a la Tierra tras agotar su misión tecnológica y su misión sobrevenida de gestión de recursos humanos, que quedarse quieta en un rincón del módulo habitacional, sin hacer nada. Sólo mirando a ratos por la ventana cómo pasa cada 92 minutos frente a la casa que tenía alquilada en la Tierra y que dejó para irse a una casa a escala que orbita cada 92 minutos en torno a la Tierra. Seguirá meando en un aspirador y quizás, por aburrimiento y venganza, meará a veces fuera del aspirador para ver cómo frente a sus ojos las gotas de orina dibujan imposibles fractales espaciales. Así noche tras noche espacial disfrazada de día hasta que un día la Crew Dragon devuelva a esa persona a la Tierra. Ese primer transporte humano de la Crew Dragon no saldrá en las noticias, estoy seguro, como sí salió el maniquí que Elon Musk envió al espacio para que orbitase simulando conducir un Tesla a los acordes vendidos de David Bowie.

Elon Musk no permitiría que la primera imagen que el mundo tuviese del funcionamiento de la cápsula con la cual planea en el futuro ir trasladando al espacio a las mejores mentes de nuestra generación para ir creando allá lejos una nueva civilización mejor que esta mierda de civilización que tenemos ahora, fuese la de un conflicto laboral, el descenso por la escalerilla de la cápsula de una persona despedida sólo por un capricho y un berrinche mercantil suyo. En cualquier caso, es de ese manera como un gesto casi insignificante, tan intrascendente como un despido, porque a estas alturas del futuro eléctrico y transhumano a quién le importa ya nada un despido más, produce un eco que hacia arriba se diluye y pierde en el espacio, pero hacia abajo hace que las placas tectónicas que nos sustentan se alteren sin que lo sepamos ni casi percibamos, y el seísmo posterior nos deja fragmentados, rotos sin remedio. Quien quizás fue un brillante científico que se dejó halagar por una oferta de altura, trabajar en las lejanas alturas del espacio exterior a la Tierra, y por un mero azar ajeno a su desempeño científico, el de que un hombre caprichoso y visionario perciba de pronto un peligro exterior y haga una llamada, acaba gritando de rabia en la noche espacial, sin que nadie, y menos aún nadie de un sindicato, le oiga, y acaba, casi sin que apenas imaginemos cómo, arrastrando un carro de la compra de cuadros por una acera levantada por las raíces de viejos y voraces eucaliptos en un lugar del cual casi ignora el idioma, a miles de kilómetros de la que era su casa alquilada. Que nos preguntemos cómo todo sucede y sobre todo por qué sucede quizás evite que Elon Musk nos sustituya por maniquíes que tararean canciones de David Bowie insertadas en su memoria artificial. Que nos interroguemos por el funcionamiento de la civilización quizás nos haga inelegibles para la futura civilización extra terrestre. Quizás ya estemos de todos modos perdidos desde hace mucho, desde el primer día en que se nos ocurrió mirar hacia arriba. Quizás cuando un hombre se va al espacio, aunque sea con la mirada, ya jamás regresa; queda para siempre perdido allá afuera, dando vueltas rutinarias como otro trozo más de basura espacial.

[Continúa]