“EL TREN DE LAS CINCO CUARENTA Y OCHO” —Benjamín Franklin magazine award en 1955— se publicó veinte años antes de que John Cheever y Raymond Carver coincidieran como profesores en el master de escritura creativa de la universidad de Iowa, en el invierno de 1973.

Ya desde el primer párrafo, la historia de Cheever consigue perturbar al lector introduciendo un elemento de tensión, “el rostro de la mujer adquirió una expresión tan intensa de odio y decisión que Blake se dio cuenta de que lo había estado esperando”: esto es lo que podemos leer en la cuarta línea del relato, antes de que hayamos siquiera identificado a los personajes, antes, incluso, de que podamos situarnos en la escena, o reconocer un mínimo desarrollo en la acción que se nos presenta. Luego continúa esparciendo el rastro del conflicto durante las tres páginas que siguen, como si fueran migas de pan que condujeran a quien las lee por las abarrotadas avenidas de Nueva York, y lo obligaran a estar pendiente del acoso que sufre el protagonista por parte de una desconocida.

Cheever escribe un relato que ya desde el principio puede entenderse como una estampa sobre la hipocresía y la falsedad que rige la conducta del hombre moderno, un discurso sobre las diferentes capas sociales que se manifiestan en una gran ciudad, sobre el desprecio que hacia el prójimo anida en cada uno de nosotros, seres individualistas, soberbios y prepotentes.

“El agua fría derramándose sobre su cara y sus manos, el olor desagradable de las cunetas y del asfalto húmedo, la conciencia de que se le estaban empezando a mojar los pies (…) parecieron acrecentar la amenaza que suponía su perseguidora”. Todo lo que rodea a Blake, el protagonista, es una provocación para el estado de ánimo que exhibe, incluso la lluvia vespertina aumenta el efecto intimidatorio que produce ser perseguido por una mujer, circunstancia que le resulta molesta e irritante de una forma desproporcionada. Los personajes de Cheever, cuya conducta se nos presenta condicionada por una desmedida propensión a la complejidad, eligen gobernar sobre el curso de sus vidas, decidir, valerse de la propia voluntad para que el mundo se acompase al ritmo de su existencia, y no al contrario. La vida no puede verse alterada por la fortuna o la fatalidad. Los hombres y mujeres sobre los que Cheever escribe aspiran a una fuerza que les permita moldear el destino y, en algunos casos, creen poseerla. Sí, viven convencidos de que con solo chasquear los dedos pueden corregir cualquier rumbo.

Blake, el protagonista, ni siquiera recuerda el nombre de la mujer, pese a lo orgulloso que se siente del alcance de su memoria. Sabemos que meses atrás ella trabajó como secretaria para él; sabemos que se produjo un encuentro sexual con resultados opuestos para ambos. La mujer se nos muestra herida, mientras que el hombre, poderoso, hiriente, exhibe un comportamiento ignominioso. Sabemos también que éste, considerándola estúpida, vulgar e insignificante, apenas tardó tres semanas en hacer que la despidieran. Blake es un individuo orgulloso —“egoísta, como todos los que cavilan en torno a su corazón”, así describió Nathaniel Hawthorne a uno de sus personajes y así podríamos describir al nuestro—, con un alto grado de complacencia hacia sí mismo. Sentado en el tren echa un vistazo a los pasajeros que lo acompañan. Mientras tanto, Cheever nos describe en un par de párrafos admirables la sociedad en la que habita, comunidades cerradas, pretenciosas, garantes de una moral tradicional y conservadora. Lo hace con cierto sarcasmo, dejando claro que nuestro hombre sigue acomodado un peldaño por encima de sus vecinos. Cobra relevancia la descripción del atuendo que luce cada uno de los personajes; incluso a los secundarios, el protagonista, de un solo vistazo, los clasifica en “ricos o pobres, brillantes o aburridos, vecinos o completos desconocidos”, dependiendo de la ropa que vistan. La indumentaria es consecuencia directa de la personalidad o, lo que aquí parece lo mismo, la idiosincrasia se manifiesta en la sobriedad de la vestimenta. A cierta clase social le corresponde vestir de cierta manera, no de otra, en ningún caso. Aquí podríamos concederle un toque de humor a la historia, ya que, alguien tan íntegro como nuestro Blake, se limita a juzgar al prójimo por su simple apariencia.

Resulta sintomático, en esa humanidad individualista que Cheever describe, el hecho de que el protagonista reconozca a varios vecinos alrededor, pero, cuando el tren llega a la estación de destino, nadie se ofrezca para acercarlo a casa. Cada individuo se monta en su propio coche para encaminarse hacia un domicilio/burbuja aislado del resto.

Miss Dent —así se llama la mujer que ha seguido a Blake—, ha adoptado la decisión que a muchos de nosotros nos gustaría tomar en más de una ocasión: Quitar de en medio a todo aquel que interfiera nuestra marcha hacia la felicidad. Lo intimida con un revolver, aunque en realidad no pretende matarlo. La existencia de ese hombre le parece mezquina y, al cabo, ella considera que su sensatez y dignidad le impiden actuar de forma tan degradante.

“Hasta que se dio cuenta, por su actitud, por su aspecto, de que miss Dent se había olvidado de él; que había terminado de hacer lo que se había propuesto, y que estaba a salvo. Entonces se incorporó del todo, recogió el sombrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa”.

Las últimas líneas del relato vuelven a poner a cada uno de los personajes en el punto de partida, “recogió el sombrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa”. En efecto: La vida no puede verse alterada por el azar. El suceso traumático que acaban de sufrir no basta para que miss Dent pueda aproximarse un poco más a la ansiada felicidad, como tampoco basta para que Blake empiece a distanciarse de lo que considera la suya.

Lo que Cheever nos deja es un regusto amargo. Nos deja paladeando el resentimiento hacia esa franja de la sociedad objeto de sus historias. En absoluto ha ejercido una labor redentora. Todo lo contrario que en “EL TREN”, incluido en “Catedral”, el tercer libro de relatos de Raymond Carver, publicado en 1983, y escrito en una época creativa en que el autor se había propuesto alejarse del extremo laconismo que caracterizaba sus obras anteriores, para dotar a las historias de una sustancia más evidente, e inyectar a los personajes una enjundia de la que antes carecían.

“Blake cayó hacia delante sobre el polvo. El carbón le desolló la cara. Luego se tumbó por completo, llorando”.

El fragmento que antecede pertenece a los últimos párrafos de “El tren de las cinco cuarenta y ocho”, y es, precisamente, el punto desde el que se inicia el relato de Carver. Ahora encontramos a Miss Dent en el minuto siguiente en que Cheever la había dejado. Acaba de abandonar al hombre tirado en el polvo y se encamina hacia la estación de ferrocarril. De ningún modo Carver nos dará a conocer los antecedentes al momento en que se desarrolla esta acción. Si no se ha leído con anterioridad el relato de Cheever, se desconocerá por qué la mujer ha estado encañonando al hombre con un revolver. “Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente”: Esa es la única alusión al conflicto. Si se ha leído, comprobaremos que en contra de la aparente apatía que exhibe Cheever, Carver prefiere humillar al hombre, dejarlo allí, en el suelo, la cara aplastada contra el polvo, sí, Carver elige que nos enemistemos con él, deshonrarlo y apartarse, olvidarlo, fijar su atención en Miss Dent, quien lo único que pretende es abordar un tren que la lleve lo más lejos posible de donde se encuentra.

En el interior de la estación, Miss Dent coincide con un anciano y una mujer de mediana edad que, a primera vista, juzga estrambóticos. Ella piensa que han tenido que salir corriendo de algún sitio o que se encuentran demasiado bebidos. El protagonismo del relato es adquirido de repente por estos dos personajes. Miss Dent se sitúa ahora en el patio de butacas; al igual que le ocurre al lector, se convierte en espectadora del conflicto intuido entre los dos extraños. Mientras la historia discurre, la atmósfera nos sugiere que una incógnita, un acontecimiento del que nada nos ha sido revelado, es la causa de la inquietud. Miss Dent prefiere mantenerse al margen, no participar en la conversación, pese a las alusiones o provocaciones de que es objeto. El conflicto es aquí menos evidente que en el relato de Cheever. Intuimos cierta impaciencia, entrevemos el desasosiego, cierto, pero la causa permanece camuflada entrelíneas.

Llega el tren. Los viajeros que ya lo ocupan, al verlos desde sus asientos, parados en el andén, piensan que “los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuere cual fuere el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio”. El autor no pone nada de su parte para que la impresión que el lector también recibe sea distinta. Nos invita a formar parte del equívoco. Ahí radica una de las diferencias entre los enfoques de ambos autores. Frente a la insensibilidad con que Cheever nos entrega al tal Blake en la última línea —ese “recogió el sombrero del sitio donde había caído y se dirigió hacia su casa”—, frente a esa apatía, ese sacudirse el polvo de las perneras del pantalón y aquí no ha pasado nada, Carver, aunque juegue con la estupefacción y el desconcierto, sí permite que a sus personajes les inquiete el mundo que les rodea. En este sentido son más vulnerables, son personas que se resignan, se conforman con esa incapacidad que los somete y les impide influir en el entorno. El destino no depende de su voluntad, y mucho menos de sus deseos. Si los héroes de Cheever han conseguido alcanzar sus sueños, los de Carver observan cómo esos sueños van desvaneciéndose a medida que se acercan a ellos.

Con todo, no existe razón alguna para que estos tres desconocidos despierten más que una fugaz curiosidad, ya que “el mundo está lleno de historias de todo tipo”. Los viajeros siguen pensando en sus cosas, preocupados por los propios asuntos. Al fin y al cabo, cada individuo vive convencido de la magnitud de la propia existencia. Los problemas —ya sean trascendentales o insignificantes—, los sucesos más cotidianos que nos acontecen, representan para cada uno de nosotros los miedos particulares y los más estruendosos fracasos.

Precisamente, tanto Cheever como Carver tenían mucho que decir sobre miedos y fracasos; “todo este asunto del alcohol es un tormento tal —escribió Carver, una vez superada su dependencia a la bebida—, y lleva tanto tiempo y esfuerzo enfrentarse a ello; el pensamiento se deteriora tanto; el cerebro se te revuelve de tal modo, que tardas una eternidad en volver a tomar las riendas de las cosas”. A mí me gusta imaginarlos, a los dos, a John Cheever y a Raymond Carver, en una de esas tantas noches etílicas en que coincidieron. Me gusta imaginarlos viajando en el coche del segundo —un  Ford Falcon de dos puertas con rodales de óxido en el capó delantero— en busca de alguna tienda de licores abierta a altas horas o a primeras de la mañana, qué más da, conduciendo por los alrededores del Willow Creeck, hasta toparse con el Wallmart de Ruppert Road, cerca del Iowa City Municipal Airport, y desde allí seguir el cauce del Iowa River por Oak Crest Hill Road, veinte, treinta, sesenta kilómetros hacia el sur, sin correr, sin prisa por llegar a ningún sitio; alejándose, sólo alejándose. Me gusta imaginar que fue entonces, en una de esas tantas noches en que el whiskey escocés, la ginebra a palo seco o lo que fuera —hay quien afirma que fue un litro de vodka, Smirnoff para más señas, la primera botella que compartieron en la habitación 240 del hotel Iowa House—, les hacía perder la conciencia del lugar y la hora en que se encontraban; sí, imagino que fue entonces cuando Carver decidió tomar prestado el personaje de miss Dent para escribir “El tren”, y que Cheever, al no conformarse únicamente con la dedicatoria que aquel le prometió, y que acabó encabezando el relato, quiso esconderse entre los viajeros que aquella noche miraban por la ventanilla y deleitarse —él, que ya casi había llegado al final de su camino— con el nuevo viaje que le proponía su amigo. 


[Este artículo fue publicado en Revista de Nueva Literatura. Clarín, nº 123 (mayo-junio 2016)]