Es este uno de esos títulos de una riqueza y complejidad tales que para poder desentrañarlas siquiera mínimamente sería preciso la redacción de no sólo uno, sino de varios tratados, seguramente ya escritos, e igualmente ricos y complejos; no en vano lleva la firma este filme del maestro Kurosawa. Yo sólo voy a referirme a un par de aspectos que llamaron mi atención de entre otros muchos que resulta imposible abordar en una breve nota. Uno de ellos afecta a la estética visual y plástica de la obra; el otro a lo mostrado mediante ella.

    Por un lado, estamos ante una película de planos de altísima densidad, de una espesura singular. Kurosawa, en un intento parejo al que se estaba llevando a cabo en la Europa y en los EE.UU. de la posguerra por llevar al cine a un estadio más avanzado en su desarrollo estético y por tanto expresivo, y recogiendo las enseñanzas de, entre otros, Serguéi Eisenstein para ir conformando lo que algunos estudiosos han dado en llamar cine moderno, establece dentro de cada encuadre, mediante una profundidad de campo casi inabarcable, casi inaccesible y hasta violenta al ojo humano, una infinitud de planos en perspectiva que de puro realista conduce al espectador actual, desacostumbrado ya a esta radical opción fotográfica, hasta las puertas poco menos que de lo fantástico, en cualquier sentido que se le quiera dar a esta palabra (y permítaseme la paradoja). Una vez conformado un campo de visión amplísimo, Kurosawa lo aprovecha completa y eficazmente, utilizando con una maestría pocas veces igualada lo que el soviético denominaba como montaje total, un montaje que no sólo opera en la mesa, con tijera y pegamento, sino dentro del propio plano, expandiendo al máximo lo largo, lo ancho, y lo profundo de la pantalla, invadiendo incluso el espacio tenebroso del espectador (a la manera casi de los maestros de la pintura barroca), algo que Welles y Rossellini, entre otros, desarrollaban a la sazón en sus respectivas obras.

    Por otro lado, y vamos con el segundo aspecto, la mención a este último cineasta es también pertinente para señalar las evidentes coincidencias de las preocupaciones del japonés con las del neorralismo italiano por ofrecer al espectador un espejo cruel, directo, casi brutal de la sociedad en la que vive, del Japón de 1949, y con ello de la propia naturaleza humana. Así, sin más artificio que aquel que pretende borrar todos ellos, esta opción estética se dota de sentido acercándose y mostrando en toda su crudeza a un país vencido, desarmado y empobrecido, impregnado aún de una culpa de la que le resulta difícil desprenderse, amenazado por un asesino (el perro rabioso), que nace y se oculta en el seno de un pueblo que lo ha perdido todo, o casi todo, tras la aventura militarista y la derrota bélica; un perro rabioso que en el fondo acecha en lo más profundo del alma de cualquier pueblo, de cualquier persona humilllada y ofendida, un perro rabioso contemplado al fin y al cabo por Kurosawa con la piedad del que sabe que este animal, este malhechor, además de un peligro, es un enfermo; con la piedad del que augura su muerte como única solución posible.

    Es necesario mencionar, antes de acabar esta breve nota, que una parte del mérito en el éxito del logro "neorralista" de este 'Perro rabioso' hay que concedérselo al director de la segunda unidad, Honda Yoshiro, quien rodó con total autonomía, siguiendo las instrucciones de Kurosawa, las ruinas del Tokio de la posguerra.



Título original: Nora inu.

Intérpretes: Toshiro Mifune, Takashi Shimura, Keiko Awaji, Eiko Miyoshi, Noriko Sengoku.

Música: Fumio Ayasaka

Fotografía: Asakazu Nakai

Guión: Akira Kurosawa y Ryuzo Kikushima

Dirección: Akira Kurosawa

 

                                            Toshiro Mifune en 'El perro rabioso'