Los
extraterrestres son gatos
Los extraterrestres son gatos.
No hay más que
verlos. Se pasean, dueños y señores. Merodean, repasan y saben sin necesidad de
investigar. Conocen los mejores lugares, en el interior de una casa o en la
calle inhóspita. La altura de un árbol, el alféizar de una ventana, los
rincones oscuros, cualquier escondite lo hacen suyo con naturalidad y sin
prisa.
Son
poderosos: el espacio los acaricia; y en el secreto del tiempo establecen su
horario. Han aprendido a sobrevivir sin necesidad de alterarlos.
Pudieron elegir un león o un tigre; pero han rehusado tanto derroche; les basta con ser los reyes de una ecología mínima. La almohadilla de entre sus garras hace cualquier suelo mullido a sus pies; han abierto el mundo a la agudeza de sus oídos y al brillo fosforescente de sus ojos. Atraviesan la noche con un lamento áspero que sólo ellos entienden y donde nos dejan a veces el remedo de un cachorro humano.
También ellos sueñan con la música inaudible de una luna nostálgica su sueño de pájaros. Pero con el dormir se aplacan, y no quieren volver.
Se despreocupan de mezclarse -sin confusión- entre nosotros; su trato con los hombres los llevó, sin duda, a esa conducta que tachamos de egoísta; les dejan indiferentes nuestras comparaciones; y no tienen el menor reparo en mostrar a cada paso el hastío que, evidentemente, les producimos.
El lobo
Una
noche, cuando la patrulla policial había pasado, salí de mi casa. La calle
recta, despejada y vacía; el pavimento húmedo; los edificios altos, lúgubres en
su obviedad; la luminosa hilera de farolas vigilando una inminencia que había
muerto. Conforme avanzaba sin dirección, me sentía extranjero, un intruso en la
quietud establecida. Todo el escenario para mí era entonces un lugar donde no existía
la posibilidad de un encuentro. Recorrí las calles, llegué hasta unos jardines;
me encontré cómodo en un espacio para opciones que no conducirían a nada.
Estaba por volverme, cuando apareció un lobo no muy grande a pocos metros.
Ninguno de los dos se asustó. No exhibió sus dientes. Tenían que coincidir
nuestros caminos, y lo hicieron. Muy cerca ya el uno del otro nos contemplamos
un momento. Su pelaje, el filo de su mandíbula, sus ojos agudos. Entonces percibí
como el rozar de su estómago vacío, su necesidad, su estremecimiento. Me clavó
la mirada. Agachó la cabeza como si pudiera avergonzarse. Luego emprendió un
trotecillo que lo alejó de mí. Desde una esquina tuvo la condescendencia para
un vistazo de adiós. Regresé, solo, por una calle que era lo más parecido a una
ruta marcada.
De altos vuelos
Por la portezuela abierta de la desidia se escapa el jilguero. Primero una pata sobre el borde metálico, luego, con un brinco salen las dos. La cabeza a un lado, a otro. Vuelvo veloz que llega casi hasta una pared, vuelo hasta la otra. Un agitar de alas justo hasta topar con la cortina. Un resistir ahí en la suspensión de su energía y el descenso hasta la mesa. Los ojos han intuido o descubren la ventana entreabierta y el jilguero está fuera. Carrera por el espacio alto, una línea que va a ninguna parte, sin resistencia, ni reclamo. Abajo en la calle, no hay ninguno de esos seres humanos, no hay tránsito de coches, ha desaparecido el ruido. Se oiría el roce de sus plumas con la brisa. Abajo, unas palomas lentas que parecen aburrirse, echan de menos las migajas de pan. El jilguero regresa al etéreo punto de partida y cruza en diagonal el espacio entre los edificios. Otro giro, otra línea recta por el aire espaciado. A lo mejor se cansa. A lo mejor no sabe lo que quiere, quizá piensa en un hermano. Vuela por ahí durante un rato y termina por posarse en el alféizar de una ventana cualquiera. Aflora su instinto si tal cosa es meditar. Los cruces y el ejercicio le ofrecen conclusiones. Un mundo sin referencias no puede ser el hogar de nadie. Prefiere los bordes de las cosas, el cubículo del agua y del alpiste, los ruidos y las voces. Ni se le ocurre cantar. Se ha lanzado de nuevo a una calle recta de viento aplacado y de él vuelve convencido. Ahora sus ojos rebuscan en las fronteras y su cabeza gira. No sabe dónde está.
El pulpo
El pulpo toca delicadamente el mundo con las extremidades de su poderosa cabezota.
No es un pez.
Pero flota y nada. Aprehende allí por donde va lo que se encuentra.
Es extraño.
Pero él sabe muchas cosas que guarda en el fondo de su piel brillante y metamórfica.
A veces sufre tanto
que escribe aprisa y se emborrona de furia.
Para que pueda proseguir su camino
el mar entero limpia sus huellas
y pone nueva claridad entre las aguas.
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